Niedas

La infinita paciencia de Luis Mario Niedas

Ilustración: Alejandro Cañer

Mi nombre es Luis Mario Niedas Hernández y cumpliré 32 años en unos meses. Soy espirituano y, desde finales del año pasado, lo que podría considerarse un activista por los derechos humanos. Mi activismo, como el de muchos, comenzó a partir de las presiones del régimen. Bastó que apoyara en redes sociales las causas que defienden el Movimiento San Isidro y el grupo 27N para que me cayera encima el peso de la arbitrariedad de esta dictadura. Porque sí, publicar un simple post en Facebook en Cuba que no cuente con el beneplácito del Gobierno, implica casi lo mismo que pararse con un cartel frente a la sede del Partido Comunista (PCC) provincial pidiendo la renuncia del presidente. No hay libertad, ni siquiera en el ciberespacio.

Quizás la parte de mi historia que algunos puedan recordar es la de mis inicios, es decir, las arbitrariedades que me llevaron a donde estoy. Varios medios independientes lo publicaron, así que resumo: me expulsan de dos centros laborales, uno de ellos lo hace mediante un acto de repudio, y todo por, como dije, apoyar una causa justa desde mis redes sociales.

Desde entonces, mi vida cambió. Comenzó una larga continuación de ciberacoso desde perfiles falsos dedicados a ofenderme o inventarse historias absurdas sobre mí. También iniciaron las agresiones más directas, incluso físicas. Uno se adapta y hasta asume su estrategia. La mía ha sido el “método de lucha no violenta”, o sea, no ceder nunca a los impulsos del odio que despiertan los personajes de la Seguridad del Estado y mantenerse firme, denunciando las arbitrariedades del régimen. Mi trinchera en esta lucha ha sido el parque Serafín Sánchez y mis armas, un celular con datos móviles y mi infinita paciencia.

***

Contaré una historia. Sucedió el 3 de febrero de 2021, mientras hacía una directa en Facebook sobre las fabulaciones o “bolas” que hacen rodar la Seguridad del Estado cuando tienen a un opositor entre ceja y ceja. No les basta con inventar causas penales o detenerte. El régimen, cuando quiere destruirte, ataca desde todos los flancos. La mentira es una de sus principales armas.

La directa la hice en el parque Serafín Sánchez, donde poco antes había hecho otra pidiendo la destitución de Alpidio Alonso, el ministro de Cultura que agredió a un grupo de artistas y periodistas independientes en La Habana el pasado 27 de enero. Al terminar la directa, vi que se me acercaban trabajadores del gobierno municipal de Sancti Spíritus. Eran unas 15 personas. Al frente de ellos iba Manuel Bernal Sarduy, coordinador de defensa del gobierno municipal.

Conocía muy bien a este funcionario. Incluso, trabajé junto a un amigo albañil en el apartamento que le dieron por el gobierno. Suena raro, lo sé, pero yo soy un poco de músico, poeta y loco, y he hecho en mi vida desde trabajos informáticos, de plomería y hasta de albañilería. También fui compañero de trabajo de Manuel Bernal mientras fui informático del gobierno municipal, en 2013, y él era el vicepresidente de la construcción. En fin, que lo conocía, y él y a mí.

Él y su comitiva de funcionarios me rodearon, supongo que para cubrirme de la vista de quienes estaban en el parque. Junto a ellos estaba Wilfredo Pérez, agente de la Seguridad del Estado, de quien sé que este es su nombre real porque vive por mi zona. Manuel Bernal me exigió que le diera mi teléfono. No me resistí y me lo quitó, para luego golpearme en la cara dos veces. De pronto alzó el teléfono y se lo mostró a un carro que estaba parqueado cerca, con tipos dentro. A partir de ahí comenzaron a insultarme y a amenazarme. Uno de los funcionarios me pronosticó unos piñazos y una mujer, la única de ese grupo, me auguró otro par de galletas en mi cara. Me llamó la atención que esa mujer me dijera, además, que no me atreviera a “hacerle algo” si la veía en la calle. Me lo dijo así, como si temiera a represalias vengativas o como si yo fuera un delincuente. Fui todo lo ecuánime posible al decirle que esa no es mi manera de actuar, aunque dejé claro que si lograba hacerle una foto la denunciaría públicamente en redes sociales.

Me sacaron a empujones del banco donde estaba sentado. “¡Piérdete de aquí! ¡Los parques son de los revolucionarios! ¡Viva la Revolución! ¡Viva Fidel!” Esa fue la despedida que me hicieron mientras me zarandeaban. La gente alrededor se fijó en aquel espectáculo, y me dio algo de pena. Soy un poco tímido, lo reconozco, pero rápido entendí que no tenía nada de qué avergonzarme. A empujones me llevaron hasta el carro que estaba cerca del parque, que era de la Seguridad del Estado. Casi me lanzaron al interior del carro, y lo hicieron con tanta violencia que me golpeé la cadera y la rodilla. Me llevaron a una unidad, donde estuve seis horas detenido. Luego volvieron a montarme en aquel carro y me dejaron en un lugar de la ciudad lejano de mi casa y del parque. Me dijeron que volviera a pie. Iba a protestar, pero sabía que a esas horas mi tía y mi abuela estarían preocupadas. No tenían idea de lo que me había pasado y no tenía cómo llamarlas. Por más que lo exigí, nadie me devolvió el celular.

Al día siguiente fui a la 1ra unidad de Policía de Sancti Spíritus a hacer una denuncia por lo sucedido en el parque. Los oficiales que me atendieron no estaban muy interesados en aceptar mi denuncia. Yo fui con mi abuela, para que ella sirviera de testigo de que presenté la denuncia, pero ni siquiera dejaron que estuviera presente mientras se realizaba el proceso. Dicho sea de paso, el proceso no se realizó. Hasta cierto punto, sabía que aquello era inservible, y en algún punto de la absurda conversación con la policía me levanté, busqué a mi abuela y regresamos juntos a casa.

***

He aquí otra historia. Sucedió el 19 de abril de 2021, cuando el 8vo Congreso del PCC culminaba. Durante esos días, por supuesto, me pusieron vigilancia permanente. Para entonces había logrado conseguir el dinero para poder comprar otro teléfono móvil, y me urgía tenerlo. No soportaba segur incomunicado. Entonces salí en mi bicicleta rumbo al centro de la ciudad. No había avanzado mucho cuando alguien, desde una moto que iba a mi lado, me dijo: “Pipo, dale pa’tras, dale pa’ tu casa.” Le dije que quién era él para decirme eso, y contestó: “Pipo, tú estás enfermito. Regresa”. Carajo. Tenía razón. Aquel hombre, de alguna forma, se había enterado de que por esos días andaba con un forúnculo en la rodilla que apenas me dejaba caminar. De hecho, me dolía, y si salí de casa fue porque necesitaba el teléfono.

Le pedí que me mostrara una identificación. “No te busques problemas y vira”, fue lo único que dijo. Me acordé entonces que llevaba en un bolsillo del pantalón el dinero. Si me detenían, de seguro se quedaban con él. “¿Sabes qué? Tienes razón”, dije y regresé. Él se quedó sentado en la parada que está frente a mi casa. Me hervía la sangre. Por eso, cuando dejé el dinero y volví a la calle, me agarré los huevos con las dos manos y grité: “¡Si tú tienes cojones, ven y párame!”

Aquel hombre se paró. Hablaba por teléfono y a la vez me decía: “Coge pa’tras, mi hermano, coge pa´tras”. Fui a pie y él me siguió. En varias ocasiones me sujetó por el hombro y yo me sacudía su mano. ¿Cómo una escena tan patética puede resultar, al mismo tiempo, tan terrible? No lo soporté más y me detuve. “Muéstreme una identificación o dígame quién es usted, qué poder tiene sobre mí como para no dejarme salir de mi casa”, le dije. Era obvio que se trataba de un agente de la Seguridad del Estado, un represor más. “Yo no tengo que demostrarte nada a ti. Coge pa’ tu casa”, contestó. Le dije que ni no me mostraba la identificación, para mí era un chivatón cualquiera, y yo a esa gente no le hago ni el más mínimo caso. La palabra “chivatón” no le gustó. Aquel hombre se encabronó de tal manera que comenzó a golpearme.

En momentos así, en que a la injusticia cotidiana se suman la violencia física, uno quiere explotar, responder, pagar con la misma moneda. Quienes creemos en los métodos de lucha no violenta tenemos también esos impulsos, pero nos medimos. Actuar como ellos es, en cierto modo, ser como ellos. Y eso nunca me lo perdonaría. Ahí estaba yo, esquivando a duras penas galletas y piñazos, intentando ir al otro lado de la calle con aquel hombre bestializado persiguiéndome y lanzado golpes a diestra y siniestra. Uno de esos golpes fue certero, lo suficiente como tirarme al suelo y dejarme algo mareado. Me levanté. Él se detuvo. Supe que no podría seguir caminando en esas condiciones. Nadie haría nada. Nada pasaría. Regresé a casa adolorido. Poco después descubrí que aquel represor se llama Gerardo Matamoros. En una ciudad pequeña, todo se sabe.

***

A los dos días fui a denunciar la golpiza a la Policía. Nuevamente fue mi abuela de testigo de que presentaba la denuncia. Una oficial de policía me llevó a medicina legal. Como no tenía fracturas, me dijo, la denuncia no procedía. Mostré las marcas, pero la oficial insistió en su postura, aunque me dijo que fuera a la mañana siguiente a la unidad, que alguien me atendería.

No quise darme por vencido y fui a ver, horas tarde, a un abogado. Le pedí que me acompañara en el proceso de levantar la denuncia, pero me dijo que era por gusto. No lo hizo en mala forma. De hecho, aquel hombre daba cierta lástima cuando me pedía que entendiera que no quería buscarse problemas. Y entendí.

Al otro día hice lo que me recomendó la oficial. Fui a la unidad y me atendió el oficial de chapilla 16589, un negro muy alto él que me trató de forma grosera y, para no hacerles el cuento largo, no tomó mi declaración de la golpiza.

Poco después fui a la sede de la Seguridad del Estado en Sancti Spíritus. Me presenté y exigí ver a alguien para reclamarle mi teléfono. Sé que no es muy juicioso presentarse de esa forma en un lugar así, en la boca del lobo, digamos. Pero en cuanto comenzaron a amenazarme, les dije que no se hicieran los locos, que había grabado un video previamente diciendo a dónde iba, y que alguien lo colgaría en las redes sociales si algo me pasaba. También les dije que hasta tanto no me dieran el teléfono, me sentaría en las afueras de ese sitio y no me levantaría. Los oficiales entonces se relajaron. Me dijeron que fuera a la 1ra unidad de Policía a pedir mi teléfono, que ahí debía estar.

Eso hice, aunque me sentía un poco peloteado, como si estuviera en un trámite burocrático por cualquier nimiedad y no exigiendo la devolución de un objeto robado por las mismas autoridades que, se supone, existen para combatir los robos. En la unidad, fue nuevamente el oficial 16589 quien me atendió, esta vez junto a otro, de chapilla 16727. Sí, tengo muy buena memoria.

Me atendieron en una suerte de salón de reuniones, donde había estado ya en mis infructíferos intentos de presentar una denuncia. Ahí les conté lo sucedido en el parque Serafín Sánchez y les hablé de Manuel Bernal. Después de escucharme, me dijeron que ellos no tenían mi teléfono y que, en verdad, ni siquiera sabían qué hacía yo ahí. Luego pidieron que esperara, que llamarían a la Seguridad del Estado para aclarar aquello. Me sorprendía cuando llegaron los de la Seguridad del Estado y vi entre ellos a Wilfredo Pérez. Él hizo por saludarme, pero lo ignoré.

Lo que ocurrió después fue patético, ridículo, un show de actuación que a todas luces era una burla hacia mí. Los de la Seguridad del Estado dieron toda una explicación a los policías que, en resumen, hablaba de que yo había “extraviado” mi celular. Semejante sarcasmo barato hacía por sacarme de mis casillas. Le dije a Wilfredo Pérez que “extraviado no, robado”, y que él lo sabía, pues estuvo presente. Lo negó, descaradamente. ¿Qué hacer en esos momentos en que te come por dentro la impotencia? Nada. Estás desprotegido, solo. Ellos tienen todo el poder del mundo para jugar con la vida de una persona y salir impunes. Así son las dictaduras.

Dije que me iba, que sabía que ellos estaban confabulados. Al dar media vuelta, Wilfredo, en voz alta, dijo: “No quiero que vayas a ver ahora a Adriano Castañeda”. Yo no me iba a reunir con ese hombre, pero le contesté que me reunía con quien quisiera. Castañeda es un opositor de años en la provincia, que una vez denunció  en redes sociales uno de los tantos atropellos que se han cometido contra mí y yo fui a agradecerle. Nada más. En fin, que mi respuesta molestó al oficial 16589, quien le dijo a los de la Seguridad del Estado: “¿Qué se cree éste? ¿Él no sabe que está en una unidad de Policía?”. A lo que Wilfredo Pérez contestó, refiriéndose a mí: “Déjalo, que ese es un penco”.

Ese represor sabía que lo escuchaba y que aquellas palabras, como a cualquiera, prendieron mi mal genio. Por eso, cuando ya estaba a unas cuadras de la unidad, rumbo a mi casa, se montaron en su lada y me siguieron a marcha lenta por la calle. “Acuérdate de que eres un penco”, dijo Wilfredo desde la ventanilla del auto, para provocarme. “Ya, pero tengo más cojones que todos ustedes”, respondí. No respondieron por un rato. “Estamos puestos pa’ ti. Acuérdate de eso”, amenazó. Extendí el brazo, fingí que temblaba y, burlándome, dije: “Uyyy, sí, mira como tiemblo”. Ellos solo aceleraron y se fueron.

El teléfono nunca más lo vi. Todo ha sido desde entonces amenazas a mí y a mis amistades, detenciones, golpes. Incluso, una vez agarraron mi bicicleta y la lanzaron al aire, lo que me fastidió, porque es mi medio de transporte. A veces se esconden a las afueras de mi casa o en las cercanías del parque. Otras me persiguen, como en una película de espías, aunque de las malas, de serie B. Hasta ahora, la debilidad que les he descubierto es que temen como a nada a una cámara encendida y conectada a internet que revele sus rostros.

***

(7 de julio de 2021. Luis Mario Niedas amanece con policías y agentes de la Seguridad del Estado en la entrada de su casa. No le dejan salir. Tampoco quieren que los grabe.)

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