SINGAISLAND

«Cuando yo diga Díaz-Canel, ustedes dicen singao»

SINGAISLAND. Alen Lauzán.

El pasado 4 de abril fue un día algo inusual en Cuba, especialmente en la barriada habanera de San Isidro, donde se han dado los sucesos políticos más importantes del país durante el último año. Esta vez, trascendió desde ese lugar un video que mostraba a sus pobladores en pie de guerra, disfrutando del triunfo colectivo sobre los órganos represores del Gobierno. Todos, juntos, cantaron “Patria y Vida”, una canción que en buena medida nació allí, en San Isidro, y que se supone que nadie en la Isla se atreva siquiera a tararear para no desatar la ira del régimen. Este barrio, uno de los más marginados y pobres de la capital, dejó entonces de ser tal cosa para convertirse en un palenque insurgente de hombres y mujeres libres que celebraban las esposas que no pudieron cerrar en las muñecas de Maykel Osorbo. Maykel, rapero vuelto cimarrón, inmortalizaba una escena épica en la que, con un brazo extendido, mostraba sus cadenas rotas y arengaba a la multitud:

-Cuando yo diga Díaz-Canel, ustedes dicen singao. ¡Díaz-Canel!

-¡SINGAO!

-¡Díaz-Canel!

-¡SINGAO!

El régimen, por supuesto, no tardó en responder de la manera en que responde siempre: atrincherándose en sus propias leyes, lanzando amenazas, difamaciones, intentando esconder el que quizás fuera el video más reproducido en Cuba esa semana. El régimen y sus voceros, además, argumentaron su defensa en el hecho de que lo ocurrido en San Isidro fue cosa de gente marginal, obscena, vulgar, y que solo por eso no merecen ser tomados en cuenta. Tal vez fue el medio oficialista Cubasí el que mejor resumió la postura absurdamente elitista de la élite política cubana, una que, precisamente, no se destaca por ser ilustrada:

“Lo visto el domingo 4 de abril en San Isidro, es una prueba contundente de que los yanquis son incapaces en conformar una disidencia contra el gobierno revolucionario, pues nadie con una inteligencia media, ética y educación, puede apoyar a elementos de tan baja catadura, ni siquiera los históricos emigrados en Miami, que jamás se sentarían en una mesa para almorzar con quienes no saben ni manejar los cubiertos. De ahí que insisten en trabajar en el sector artístico, donde tampoco obtienen victorias. La diferencia es abismal entre esos ‘opositores’ y el actual presidente cubano, ingeniero de profesión formado después de 1959, y los ministros y ministras que llevan el peso del país. No hay comparación entre los dirigentes cubanos con alta preparación académica y educación formal, y los maleantes de San Isidro, carentes de todo, con un lenguaje primitivo del bajo mundo, incapaz de atraer a los jóvenes y a la población cubana en general.”

La respuesta oficial no quedó allí, sino que su esencia trascendió a las redes sociales, al punto de volverle el eje de todo un debate en el país. Desde entonces, las “malas palabras” se han convertido en objeto de análisis de mojigatos con ínfulas de letrados, quienes las consideran inapropiadas como parte de una expresión política. Otros, menos directos y más refinados, dicen no sentirse representados por quien pueda decir “pinga” sin miramientos. La superada discusión teórica sobre las altas y bajas culturas llega a Cuba, como todo, a destiempo.

Las lenguas limpias

No pocas veces ha salido a relucir el tema de la vulgaridad en la esfera pública y cultural cubana, al menos en lo que refiere al arte independiente. Entre los materiales audiovisuales más recordados que de alguna manera tratan el tema se encuentran, por ejemplo, el animado de Ernesto Piña, Sin pelos en la lengua, que presentaba algunas curiosidades y diversos usos de la palabra “pinga” entre los cubanos. De cierta forma el tema es retomado en la serie, también animada, Yesapin García, del realizador Víctor Alfonso. Sin embargo, tal vez nada refleje lo absurdo del debate actual sobre la marginalidad y alta cultura que aquel hilarante corto de Arturo Infante, Utopía,  donde uno de los personajes, después de una discusión de elevado calibre intelectual, detiene un juego de dominó para gritar: ¡El barroco latinoamericano no existe ni pinga!

Desde los medios oficiales, antes de lo ocurrido en San Isidro, el tema era tratado con pinzas y de forma vaga, desde posturas elitistas, maniqueas y conservadoras. La moralidad socialista, que se vanagloria en sus manuales de ser una moralidad obrera, en Cuba se revela como aristocrática, capaz de asociar la vulgaridad a la pobreza y la “baja cultura”. El portal Cubadebate, por ejemplo, se atreve a localizar cronológicamente el pecado original de la vulgaridad en los primeros años de la década de 1990, cuando “la debacle del Período Especial”, y en la llegada a Cuba de géneros musicales como el reguetón. Cubadebate, al abordar esta cuestión, pretender ser un medio para eruditos, “decente” en el hablar, y termina siendo timorato, medroso, escrupuloso, o mejor, en buen cubano: bitongo. De “pinga” hace p…, como de “cojones”, c… Elabora, pues, una suerte de diccionario de términos prohibidos, de expresiones políticamente incorrectas e incoherentes con las formas patricias del sistema político cubano que, a decir de los medios oficiales, sería una especie de República platónica, gobernada por sabios… ¡Le roncan los timbales!

Lo más curioso del debate actual sobre la vulgaridad que generó lo sucedido el 4 de abril en San Isidro, sin embargo, ha sido la presencia de defensores del “buen lenguaje” que a la vez se declaran fuertes detractores del régimen cubano. Estos personajes aspiran, al parecer, a un activismo político tradicional y culto. Desprecian a la masa, al vulgo, y enaltecen el liderazgo de un supuesto sector intelectual de traje y corbata, medido, que cuida de no ensuciarse con las obscenidades de la chusma. Llama la atención que la oposición que idealizan, guarda más semejanzas con la imagen malamente vendida de los voceros de la dictadura que con la mayoría de los cubanos que sufren las consecuencias del totalitarismo en el país. Ambos, opositores con ínfulas de eruditos y la élite del poder en Cuba, desean, al final, un país formado por individuos incapaces de pensar de forma crítica su realidad, simples formadores de “colas por pollo”, al hombre-masa del que escribió alguna vez Gustave Le Bon (Psicología de las multitudes), ese que solo actúa en el limitado radio de los aplausos, los vítores y la repetición de eslóganes ideados por políticos.

¿Pueden ser las malas palabras una manera de expresión política?

Luis Manuel Otero (artista, activista político y coordinador del Movimiento San Isidro):

Las malas palabras son parte del vocabulario en cualquier país, no solo en Cuba. Pero en cuestiones políticas, ese tema aquí responde a un problema específico… y gravísimo. En Cuba existe ahora un vacío político tremendo. Es por eso que algunos quieren medir a todos por una misma regla: si quieres opinar de política debes ser “un político”

Voy a hablar de mi caso, o del de Maykel (Osorbo). Cuando uno tiene cierta visibilidad, una parte del imaginario colectivo va construyéndote también una imagen, una responsabilidad que a uno no le interesa. A la gente le gusta ponerte un traje, un bigote estilizado, una manera de caminar, de expresarte. Pero ¿Por qué tiene uno que cargar con eso encima?

Y sí, el régimen tiene cierta responsabilidad con todo esto. El régimen construye una moralidad a su antojo, su “hombre nuevo”, y exige así cómo tienen que comportarse los demás. Es entonces cuando este lenguaje popular, propio de los sustratos marginados de la sociedad, se convierte en algo mal visto, y esos, los marginados, en gente que no debe ser escuchada. Al final, esos juicios sobre las malas palabras buscan descalificar el sentir de un gran sector de la sociedad. Hay quien quiere las maneras de la dictadura, o las maneras más refinadas de la oposición, y si uno no cabe allí, entonces no cuenta.

Que me critiquen por decir malas palabras, en verdad, me da igual, porque yo me comunico con el people a las maneras del people, que es lo que hace que la gente escuche y esté conectada. Nosotros, los del Movimiento San Isidro, no somos políticos ni tenemos la aspiración de serlo. Nosotros solo hablamos como el pueblo porque sentimos como el pueblo… y este es un pueblo molesto. Nos acusan de vulgares, y yo pregunto ¿quién acusa a la dictadura de apresarnos, de golpearnos, de difamarnos?

Luis Eligio D Omni (artista, activista político, miembro del grupo Omni Zona Franca):

En política se habla poco de la envidia porque no es correcto, o porque es un sentimiento que parece poco serio cuando se usa en un discurso político. Pero creo que es algo que prima en esta crítica a la supuesta vulgaridad, y al final se convierte en un muro que evita la conjunción de acciones, las alianzas entre los principales activistas, artistas y opositores. Cuando se busca el protagonismo, nace la envidia. Estas críticas son el tipo de cosas que hace la dictadura. Un opositor no debiera hacer esto. Alguien que busca un cambio político en Cuba no debiera hacer esto, sino llamar directamente a la persona con la que no concuerda y decirle las cosas en su cara. Pero estas críticas en redes sociales, públicas, son acciones de división.

Yo no creo que un discurso político deba ser “vulgar”. Pero creo que aquí hay que diferenciar política de acto cívico. Lo que hace el Movimiento San Isidro, por ejemplo, es despertar la civilidad en el cubano. El cubano no se lanzará a las calles contra el régimen en un acto político, sino en un acto civil. En lo cívico está el poder real, y los políticos en Cuba han usurpado el civismo desde hace 60 años. Entonces, lo que hace el Movimiento San Isidro es algo cívico, y también lo que hace ahora la Unión Patriótica de Cuba (UNPACU), porque se ha dado cuenta de que solo un despertar cívico puede barrer un mal político. Y en la historia de las luchas civiles sí están contempladas las malas palabras, porque contra los civiles se usa la represión violenta, la tortura psicológica. Cuando la sociedad civil es sometida a este nivel de tiranía y opresión sí puede usarse las malas palabras, ¡y hasta la violencia si es que esa sociedad civil lo cree necesario! Pero la cubana es una sociedad civil pacífica que no quiere replicar el mal de los políticos que la oprimen.

David D Omni (rapero contestatario, miembro del grupo Omni Zona Franca):

Yo lo que opino es que lo que ha suscitado el debate dista mucho de ser motivado por una preocupación respecto al uso del lenguaje. En cambio, siento allí más envidia y ansias de protagonismo que cualquier otra cosa. En intentar minimizar el impacto del Movimiento San Isidro en los cubanos de a pie siento malicia, pero, sobre todo, una falta de tino enorme. No ver cómo hablan la mayoría de los cubanos o no tener conciencia de la diferencia que existe entre el lenguaje de un ministro y un soldado me parece una inmadurez. Pero tener conciencia aterrizada respecto a la forma de expresión de los substratos sociales marginados y hacerse el ciego al respecto, no es más que crueldad, odio y miseria humana. Hubiese estado muy fuera de lugar escuchar a Maykel Osorbo en otro tono o expresión verbal; pero está más fuera de lugar el querer excluir a la mayoría de los cubanos de participar en un cambio social. En fin: desatino y piradera de talla es lo que veo con ese debate. La gente habla así. No se puede tapar el sol con un dedo.

Michel Matos (activista, director de la promotora cultural independiente Matraka Producciones y miembro del Movimiento San Isidro):

Al entrar en un debate como este se pierde de vista el suceso en sí, qué fue lo que sucedió, cuál fue el resultado que se pudo ver. Se pierde de vista que fue un tipo de protesta. No es muy común ver que la sociedad cubana se levante y enfrente directamente a la policía. Es un hecho inédito y son muy contados los que han ocurrido en el período revolucionario. Así que lo veo como una marca muy importante. Aquellos que cuestionan el uso de palabras soeces y obscenas, están perdiendo de vista la realidad cubana. Eso ocurrió en un barrio donde absolutamente todos los que allí viven hablan y se expresan en esos términos. Hay que tener en cuenta que este es un barrio marginal, donde la gente ha tenido una formación, un crecimiento haciendo uso de ese lenguaje y normalizándolo. Así que es normal. Yo creo que es un divorcio de la realidad cubana cuestionar en ese escenario el uso de este tipo de palabras que con tremenda frecuencia vemos en nuestra interacción diaria en la Isla. Es un sinsentido. Y para hacer política, bueno, creo que a la política se le ha dado demasiado elitismo como ejercicio ciudadano o como pretendido ejercicio ciudadano. Que la ciudadanía se exprese políticamente usando las palabras que comúnmente usa no crea, a mi entender, ningún tipo de conflicto.

No se puede obviar que quienes estaban allí, en San Isidro, diciendo “Díaz-Canel, singao”, forman parte del pueblo de Cuba, y se expresan en esos término, asumen ese discurso, se identifican con él, y eso lo que demuestra es que hay una antipatía hacia el régimen de parte de los sectores más populares, más pobres, más vulnerables, más discriminados. Este tipo de críticas a la vulgaridad como expresión política tiene entonces elementos de elitismo, clasismo y racismo. Porque lo que se veía ahí era mayormente un sector afrodescendiente de la sociedad cubana. Y yo en las redes he leído comentarios como “Ojalá aquí no ocurra una revolución como la haitiana”. Estos son comentarios racistas y clasistas. Y si hay que criticar la obscenidad, pues obscena es también la represión a la que se nos somete, las detenciones arbitrarias y el acoso que sufrimos en Cuba todos los días.

Breve historia de las groserías y los políticos

Llamarle “singao”, o algo similar, a un presidente no es nada nuevo en la historia. De hecho, podría decirse que ninguna otra esfera de la vida social ha ayudado más a la creación de ofensas y obscenidades que la política. Aunque en Cuba este tipo de insultos están contemplados en el Código Penal, en el mundo pocas cosas son más comunes y placenteras que acordarse de la madre de un político. Así ha sido siempre.

Ya en el antiguo texto anglosajón Beowulf, uno de los poemas épicos más importantes de la literatura universal, se narra que entre los guerreros nórdicos, y hasta entre los dioses, soltarse insultos y groserías era considerado una suerte de duelo para evitar que todo se resolviese a espadazos. Shakespeare, por su parte, gustaba de poner algunas que otras ofensas subidas de tono en boca de reyes y nobles en sus obras. “Oprobio del vientre pesado de tu madre”, “engendro aborrecido de los riñones de tu padre” y “aborto”, en aquella época vendrían a ser algo así como “hijoeputa” y “singao” ahora. Pese a esto, todavía no ha nacido quien se atreva a desdeñar un drama shakesperiano por soez y obsceno.

Las groserías y el “mal hablar”, si se busca bien, aparece hasta en los lugares más impensables y en boca de los personajes más insospechados. Jesús de Nazareth -quien no fue un político tradicional, pero sí un líder de multitudes-, por ejemplo, llegó a llamar “zorra” al déspota de Herodes, o así se recoge en el Evangelio de Lucas (13:32).

Las mujeres, a pesar de haber sido impedidas para el ejercicio de la política durante el Medioevo, también aportaron sus buenas perlas al glosario universal de las vulgaridades. Quizás el mejor ejemplo sea el de la temible condesa italiana Catalina Sforza, conocida como “la vampiresa de la Romaña”, quien se convirtió en un escándalo para sus contemporáneos y tuvo como admirador nada más y nada menos que a Nicolás Maquiavelo. En 1499, Catalina defendía su fortaleza de Forli del asedio de las tropas papales, dirigidas por César Borgia.  En algún momento, César apresó a uno de sus hijos y amenazó con ejecutarlo si Forli se negaba a rendirse. Catalina entonces se paró en lo alto de sus murallas, de manera que el ejército rival pudiera verla, subió su falda y, agarrándose la vulva, dijo que no le importaba la muerte de su vástago, pues contaba con “el instrumento” para hacer otros.

Aunque Carlos Manuel de Céspedes manejó de forma más refinada una situación parecida a la de la condesa italiana, la historia de Cuba tiene también sus políticos obscenos.

José Martí, al parecer, era creativo y poético hasta para las groserías. En una de sus anécdotas (recogida en la guía de sus Obras Completas, publicada por el Centro de Estudios Martianos en 2011) se cuenta que en Tammary Hall, Nueva York, tuvo cierto encontronazo con el patriota Antonio Zambrana. Zambrana, nada medido, criticó a Martí por no apoyar el plan Gómez-Maceo y acto seguido le acusó de “no usar pantalones, sino saya”, ofensa que en la Cuba del siglo XXI vendría a ser “maricón”. El Apóstol, ese que escribía encendidos discursos patrióticos y fue precursor del modernismo en la literatura, respondió al insulto: “Tenga usted entendido que no solamente no puedo usar saya, sino que soy tan hombre que no quepo en los calzones que llevo puestos”. O sea: “soy un pingú”. De no ser por la oportuna intervención de Flor Crombet, dicen, la discusión hubiera terminado en puñetazos.

Tal vez los refinados voceros del régimen y los paladines del buen hablar en las redes sociales desconozcan lo anterior, sin embargo, de seguro recuerdan alguna que otra palabrota aplaudida en la Cuba contemporánea. Curiosamente, la más común en los últimos 60 años alude como ninguna otra a la hombría, la virilidad y el temple de macho alfa de un Gobierno machista y homófobo. Se trata, por supuesto, de “cojones”, la palabra que culmina la frase insigne de Juan Almeida Bosque, al punto de ser referenciada en su sepelio; aunque en esa última ocasión la sustituyeron por unos tímidos puntos suspensivos.

Al propio Fidel Castro le gustaba esa palabra asociada a su persona. De hecho, una de las consignas más populares durante las marchas frente a la embajada de Perú que se realizaron en 1980, rezaba: “Carter usa bloomers/ Fidel los pantalones/ Tenemos un presidente/Que le roncan los cojones.” En otra ocasión, a su llegada a Estados Unidos, el dictador fue interpelado por las autoridades migratorias, quienes le solicitaron a él y a su comitiva que llenaran un formulario de entrada al país. Fidel Castro, enojado, armó una especie de berrinche y ordenó a sus acompañantes: “No firmen ni cojones.”

Que el régimen cubano acuse de soeces y ordinarios a los habitantes de San Isidro solo se debe a su ignorancia, su cinismo o su mala memoria. O tal vez la razón se esconda en aquella frase genial que escribiera Reinaldo Arenas en su novela Antes que anochezca:

“Sí, las dictaduras son púdicas, engoladas y, absolutamente, aburridas.”

El rap es guerra

Maykel Osorbo, el hombre a quien San Isidro le celebró las esposas a medio poner, es rapero. El coro que a toda voz repitió aquel barrio, y que luego molestaría al régimen y ofendería los valores políticos de la oposición rococó, pertenece a una canción de rap: Diazka, de Al2, “el Aldeano”, y Silvito, “el libre”. Nada de esto, por supuesto, es coincidencia. El rap es contestatario y marginal desde sus raíces porque nació de la crítica social y en la voz de los sectores más marginados de la sociedad que le dio origen.

El rap, como cantara el mítico grupo cubano Los Aldeanos, es guerra. Y en la guerra, como reza un dicho popular, todo vale… incluyendo la vulgaridad.

René Díaz/Elokuente (rapero, reconocido por sus letras críticas y de contenido social por el Movimiento de Expresiones Latinoamericanas del Hip-Hop):

En el rap se utilizan las supuestas “malas palabras” constantemente, reflejo del lenguaje coloquial de segmentos poblacionales marginados, caldo de cultivo de este género. Pero ¿marginales respecto a qué? Pues a un centro privilegiado intelectual y económicamente, un núcleo que goza de ventajas y se recluye en una supuesta “alta cultura”, como si la cultura popular fuera materia prima (léase como naturaleza muerta) para realizar estudios antropológicos (y no estoy acusando a la legítima comunidad de antropólogos) o para incluirla como motivo de sus “excelsas obras artísticas”. Pero cuando ese segmento marginado (marginado más que marginal) se expresa en su esencial crudeza, un sector mayoritario de la supuesta “alta cultura” se deslinda del fenómeno, refugiándose en su torrecita de marfil, amparados, en este caso, en medios oficiales que validan una estructura gubernamental represiva.  

¿Podemos comparar un “Qué pinga eh” con la “cortesía” de “Tiene que acompañarme a la estación” por el simple hecho de disentir de un criterio político? ¿Podemos comparar un “Por mis cojones” con la “delicadeza” del discurso de odio que maneja solapadamente Humberto López?

Una supuesta mala palabra, ya que no existen palabras malas, toma legitimidad dependiendo del contexto en el cual se emplee. Por ejemplo, la peor mala palabra que conozco es represión, y esa la practica el Gobierno diariamente.

Michel Matos:

Si vemos el debate actual sobre la vulgaridad desde la perspectiva del arte, de la música, de la creación cultural, tenemos precedentes, ¡pero una montaña de ellos!, de cómo los artistas se expresan en esos términos. En el rap son usadas estas palabras fuertes para referirse a la cuestión política, a la represión, etc. Recuerdo, por ejemplo, a Los Aldeanos. O aquella letra a capella de Bian (El B), en el festival Rotilla, donde decía: “Pinga pa ustedes, pal Ministerio de Cultura, pal Gobierno…” y así, usando malas palabras como ejercicio consciente de expresión. Otras referencias, saliéndonos de estos géneros, están en ese rock más punk que hacía Porno para Ricardo. Nadie olvidaría “No coma tanta pinga, Comandante”, esta canción de Gorki y otras tantas, como la dedicada a Alpidio Alonso. En fin, que usar este tipo de palabras forma parte de la expresión cubana, de las artes y de la ciudadanía. No le veo asombro ni trascendencia como para que vengan ahora a criticar esto de forma tan exacerbada.

Michel Marichal (rapero contestatario  y activista social)

Las malas palabras, en lo que corresponde al hip-hop, no viene de la idiosincrasia del cubano, sino que se viene usando en este género desde que surgió en Estados Unidos. Ya desde entonces, los artistas usaban este género como medio de expresión para cuestionar ciertas cosas que funcionaban mal en la sociedad, y utilizaban malas palabras. La gente que en Cuba critica estos usos en el hip-hop, casi siempre, vienen del propio Estado cubano, ese que perdió todo tipo de valores artísticos. ¿Acaso no es peor que una mala palabra que un Ministro de Cultura golpee a un artista? Eso es más ofensivo. El régimen es quien ha intentado degradar a la sociedad cubana, de vulgarizarla, empezando por el propio Fidel Castro, que catalogaba a los homosexuales de flojos con posturas elvispreslianas. Y es irónico que sean ellos quienes ahora critiquen las malas palabras en el rap.

En el rap la mala palabra es algo normal, porque es un género de acción, de protesta, un género fuerte para protestar. El rap, que viene de la calle, incluye en su argot este tipo de cosas. En el rap cubano hemos usado esas expresiones para dedicárselas específicamente a una sociedad que pasa hambre y necesidades. En Cuba la verdadera mala palabra es el régimen, que degrada al país en todos los sentidos. Y el régimen no merece que le hablen con flores.

Además, el rap es también poesía. Cuando el rap usa la métrica y te pones a rimar encima de un instrumental, estás haciendo poesía. Así que, al final, no importa si la mala palabra molestó a alguien o no, porque se está haciendo arte. Y si la mala palabra es utilizada para defender al pueblo, no hay nada que decir. La mala palabra queda insignificante cuando va contra quienes oprimen a un pueblo. Es más ofensivo que se reprima que cualquier mala palabra que se pueda utilizar en una canción de rap o en un performance artístico.

Contralmirante de un bote solitario que teme a los aviones, periodista accidentado, fumador de cuanto combustione, bebedor de mercurio, enamorado de los mitos y de todo aquello que termine en un “Basado en hechos reales”.
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