Un enemigo del Estado socialista

Imagina que no tienes nada, ni siquiera libertad, y debas sonreír. Que un grupo te pide entusiasmo ante la muerte y la miseria, mientras veda la prosperidad. Imagina que el Estado prohíbe educar a tus hijos según tus principios, que, como un culto, cientos de miles de niños repitan cada mañana “¡Seremos como el Che!”, o sea, “seremos como un asesino”, antes de entrar a clase.

Esa es Cuba. Hace 64 años. Podemos decir que Cuba ocurre todavía, como quien dice que el cáncer existe aún. El socialismo apesta a muerte ajena. El tirano vive entre mansiones, yates y sirvientes, mientras predica las bondades de la miseria. Quien no sonría y pida libertad, recibe golpes y cárcel, como los más de 1000 presos políticos en la Isla hoy. A quien saque sus hijos del sistema, el sistema lo separa de sus hijos, como al matrimonio pastoral de Ramón Rigal y Adya Expósito. 

En 2020, un oficial de la policía política me había dicho que no podría criar a mi hijo, porque yo era un “contrarrevolucionario”, que qué le iba a enseñar al niño, preguntaba escandalizado. Luego le aseguró a mi madre que iba a sufrir cuando yo estuviera en la cárcel. ¿Mi delito? Hacer periodismo. 

Cuando cubría amenazas contra grupos cristianos sin registrar o la criminalidad en La Habana, al régimen le fastidiaba. Pero cuando publiqué investigaciones sobre tortura, cibervigilancia o presos políticos, la ira era perceptible. La tapa al pomo fue que, en el momento de mayor represión, cuando me agredían a mí o mi familia cada tres semanas, escribí un libro que trenzaba la historia de la policía política y mi experiencia como enemigo del último Estado totalitario de Occidente. Soy eso: enemigo del Estado, nunca víctima. 

Después de un secuestro, reclusión domiciliaria, una deportación dentro de la Isla, actas de advertencia, multa, decomiso de bienes, seguía escribiendo y sobre temas cada vez más escabrosos. Cuando me “regularon” ―me prohibieron salir del país― investigué sobre esa lista negra. Cuando me detuvieron, escribí sobre cubanos detenidos. Cuando me citaban a estaciones policiales en medio de la pandemia, publiqué sobre el asunto. 

Si el Estado ponía un obstáculo ante mí, encontraba allí voluntad para trabajar. Si a fuerza perdía el pulso con la dictadura ―de su lado armas, del mío voz―, en el plano ético podía pelear. Y desde la estética también, narrando el dolor de un modo sugestivo. La belleza como valor, de la que hablaba sir Roger Scruton, era una bofetada a un sistema que construye grisura, colectiviza y uniforma el pensamiento. A un régimen de mentiras se le opone la Verdad, como a lo horrible lo Bello y a lo malo lo Bueno. 

En ese resistir Dios fue torre fuerte. Y el regalo suyo también: la primera patria es la familia. Volver de una lluvia de amenazas al abrazo de mi esposa, la sonrisa de mi hijo o la oración de mi madre era revitalizante. 

Sabía que en la lógica totalitaria a cada escalón represivo sucedía mayor presión. No dejé de hacer periodismo, y en Cuba si eres frontal con la idea socialista, no te quiebras y no pactas, el final casi seguro es la cárcel. Era tiempo, en 2022, de salir al exilio.

Ese año obtuve una beca de investigación como profesor para una universidad de Europa central. Cuando recibí el email de aceptación, temprano en la mañana, mi esposa y yo nos abrazamos, nuestro niño bajó de la cama a fundirse en aquella alegría. No entendía, pero era una oportunidad para salir de aquel infierno tropical cumpliendo dos condiciones que nos eran sagradas: la familia no se dividía y no habría pacto con el tirano. 

Sobre este segundo asunto había conocido penosos casos de periodistas, que prometieron que no hablarían “mal” sobre la Revolución o que dejarían el periodismo con tal de abandonar Cuba. Me parecía indigno hacer algo así para eliminar la “regulación” que por más de dos años pesó sobre mí. Si por ocho años había escrito en el vientre del monstruo socialista y había apoyado las sanciones contra el régimen ante diplomáticos que preguntaban, no iba a quebrarme ahora. 

Para cortar la cadena de la “regulación”, pensamos en instituciones de la sociedad civil prestigiosas que mediaran ante el Ministerio del Interior. Un pastor evangélico me dijo que él llamaría o escribiría a donde fuera necesario. Otro religioso, el cardenal Juan García, también se mostró dispuesto a ayudar.

El primero estaba en medio de una batalla contra el Estado, liderando iniciativas cívicas que llevaron a miles de cubanos a rechazar el liberticida Código de las Familias de 2022. A pesar de su disposición en dar la pelea por mí y mi familia, me parecía un peso extra en tal situación. La comunidad de fe siempre fue un refugio: mensajes de mis pastores cada vez que salía de un interrogatorio, el abrazo de amigos con los que crecí yendo a campamentos de verano, o a las ancianas intercesoras diciendo “oramos mucho por tí”.

En 2022 un policía se apostó frente a mi casa y me entregó una citación que me obligaba a acudir a la estación más cercana. Intuí que la mediación del cardenal estaba dando frutos. Aquel día el oficial de la policía política que me interrogó no amenazó, como siempre, que me procesarían por “mercenarismo” o “propaganda enemiga”. El discurso cambió: que el régimen nunca deseó dañarme a mí o mi familia, que “abrirían la reja” ―palabras textuales―, pero no podría regresar. 

“Yo no vuelvo a Cuba mientras haya socialismo”, dije. El militar levantó la vista de una agenda, sonrió con ironía y volvió a escribir en el papel. Estaban desesperados por sacarle presión a la caldera. El Estado apresura, especialmente desde 2021, el exilio de ciudadanos incómodos. 

Hasta noviembre de 2022, solo ese año, 313 500 cubanos llegaron por tierra y mar a Estados Unidos, es decir, desde enero salió casi el 3% de los 11,1 millones de habitantes de la Isla. El porcentaje es mayor si contamos los que salen a otros destinos como España o Rusia. Las causas rondan la fuerte represión a las manifestaciones del 11 y 12 de julio de 2021, y la crisis económica desde 2019, llamada irónicamente “La Coyuntura”, por el agudo declive de Venezuela, colonia de ultramar castrista.  

Los cubanos, que en más de seis décadas no han podido votar con sus manos, votan con sus pies: huyen del desastre marxista a través del Estrecho de Florida, en botes caseros a pesar de los tiburones, o por selvas centroamericanas amén del crimen organizado. En esa estampida salieron activistas, comunicadores y cubanos en general que se oponían de manera más o menos abierta al totalitarismo.

La guerra en Ucrania obstaculizó una pronta partida mía y de mi familia a Europa central. En ese tiempo la policía política me presionaba a través de llamadas telefónicas. Seguí trabajando y estando en vilo. Hacia el verano, una organización pro derechos humanos me invitó a presentar en Miami y Washington D.C. el largometraje Cuba Crucis, que habíamos filmado secretamente por más de un año un equipo de amigos y yo. Pero la embajada estadounidense recibía por entonces a poquísimos solicitantes de visa. 

Semanas después vi el Mar Rojo abrirse: mi familia y yo teníamos permiso para entrar a Estados Unidos.

Nos demoró un mes más cumplir el mandato federal de vacunación contra el COVID-19. Las llamadas de números desconocidos seguían, siempre con la misma voz militar pujando para convertirme en apátrida. Por aquellos días reencontré una foto tomada en 2017 en Santiago de Chile, frente a la instalación representada por la escalerilla de un avión, que rememoraba ―con el vacío al final de los peldaños― la incertidumbre del exilio. Nunca imaginé que cobrara tanto sentido en mi vida personal cinco años después.

 

 Museo de los Derechos Humanos de Santiago de Chile  (2017). Foto: Cortesía del autor.

Los últimos días en La Habana recibí amigos en casa, rodaba en mi moto por avenidas del oeste, sin rumbo, abriendo mucho los ojos, como para que toda la ciudad entrara en mi memoria. La mañana del 23 de agosto de 2022, abracé a mi madre. Un metro y 60 centímetros de fe. Hay frases que te marcan para siempre. “Un hijo de Dios no sirve al hombre”, “Te prefiero lejos antes que preso”. Ella es lo que más extraño. 

En el aeropuerto de La Habana, desde el chequeo de Aduana hasta el proceso de abordaje, un oficial de la policía política permaneció cerca. Era la voz de las llamadas. Si dábamos un paso en la fila él daba otro. Si nos deteníamos también él se detenía. No le molestaba que notáramos su presencia, era su fin allí. 

Había vivido en la Isla así, con el Estado monitoreando cada movimiento, vigilado, literalmente, hasta mis últimos pasos. El militar se detuvo. Mi familia y yo entrábamos al puente entre la terminal y la aeronave de American Airlines. No recuerdo mucho más de ese momento final. Solo a mi esposa apretando mi mano, y a mi hijo, entre nosotros, pidiéndonos un beso.

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