Humberto Solás en la ciudad olvidada

Ilustración: Alejandro Cañer

Yo estudiaba en 14 y él vivía en 16. Nunca lo había visto de cerca. 

Un grupito de estudiantes de la Facultad de Cine tenía un secreto: Humberto Solás los iba a recibir. No le dijeron a nadie. No querían compartirlo. A la salida del encuentro con el cineasta mayor llegaron al aula contando todo entre risas y poses. La envidia me comió por dentro y me dio mucha rabia. Yo era el que tenía que haber ido. Total, si ninguna de esa gente tenía una historia para él.

A los pocos años dejé la Facultad y me encerré en mi casa para escribir. Todo el mundo me miraba como si hubiera enloquecido: “¿Dejar la escuela? ¡Este se tostó!”.

Escribía y escribía tratando de llegar a las 80 páginas como si fuera un maratón. La historia no tenía conflicto, pero los personajes eran muy humanos. Después de varios meses de trabajo logré una primera versión que me gustaba.

Agarré el guion y pasé un trabajo tremendo para imprimir y anillar las tres copias del material. Las dejé en la oficina del Festival de Cine Pobre con la esperanza de, aunque sea, ganarme una mención. Tenía que lograr algo en el mundo del cine, había dejado los estudios.

Muchas semanas después ―no sé dónde estaba, pero era fuera de La Habana― recibo una llamada de mi madre diciéndome que a la casa había llamado Humberto Solás para decir que le encantaba mi guion “Guanajay” y que en agosto comenzaba a filmar.

No me lo podía creer, iba a entrar por la puerta grande del cine cubano. Yo tenía veintipocos años. 

Igual era gracioso como ese señor sin conocerme de nada entraba a mi vida así sin pedir permiso.

Varias llamadas y el lío de ponerse de acuerdo hasta que el primer encuentro ocurrió en Gibara. Humberto estaba rodeado de gente y yo me le acerqué: “Humberto, soy el muchacho del guion”. Humberto me agarró del codo y caminó conmigo. Me imaginaba más viejo.

En ese festival comimos par de veces juntos. A veces en las noches lo veía perderse en la oscuridad. Sus canas blancas y su camisa clara en el medio de esa boca de lobo.

En una de esas mesas con mantel blanco el viento viró una copa de vino tinto y una mancha roja se creó. Traté de desentrañar esa señal como algo del más allá pero no pude. El movimiento de la camisa y las canas del maestro espantaban los malos aires.

El encuentro a solas ocurrió en La Habana. Me invitó a su apartamento de la calle 16 y me abrió la puerta sin camisa; se estaba afeitando. No sé si ese recibimiento era una invitación. Una invitación para algo más. Pasé y se abrió un mundo nuevo de historias, pinturas, guiones, proyectos.

Humberto hablaba y hablaba como si fuera el dueño de todo. Su seguridad me encantó. “Tengo que aprender de él”, me dije bajito. Estaba apurado por hacer las cosas, pero al mismo tiempo es como si se hubiera creído inmortal, con tiempo para hacer mil cosas antes de partir. 

El tono de su voz, sus manos y algunas notas que soltó al aire sobre las peripecias de mi guion… No quiso tocarlo, no iba a reescribir, todo su mundo lo iba a entregar en el set.  Haría su reescritura ya con la cámara y los actores. 

Me habló algo de Nelson Rodríguez con la intención de dejar bien claro que nadie conocía a Nelson como él. El mar estaba cerca. Mencionó a un custodio que había cerca del edificio y las olas se escucharon chocando en la roca. 

Humberto me dijo que perder la libido era una bendición. No le creí. 

A pesar de estar solo en ese lugar no sentí que era un hombre solo. Sentí que andaba paralelo y a su aire, pero que también, por alguna extraña razón, Cuba lo consentía. Changó lo llevaba bien. 

Luego de eso nos vimos varias veces. Me recogió en un Lada blanco y dimos una vuelta por la ciudad; me comentó de una obra de teatro que lo había dejado muy movido y cambiaba y cambiaba la historia de mi guion con las manos en el aire como si tuviera una máquina de escribir en el timón del auto.

Una actriz lo llamó a la casa y le dejó un mensaje en el contestador para ir a tomar unas cervezas frente al mar; me invitó y me sumé a esa charla que era bien graciosa.

La actriz lo manejaba con cautela, como con miedo a meter el pie en el fango y más nunca ser recibida por el cineasta mayor.

Unos días después Humberto me dijo que teníamos que poner en pausa esta historia porque había un productor español que quería hacer una versión de Carmen con él, y me puso a escribir. Recuerdo encontrar unos papeles que nos servían para la historia en la biblioteca de una iglesia, quizá San Juan de Letrán. Escribimos y mandamos un tratamiento. Casi no recuerdo nada, pero era un proyecto muy pasional, sensorial, donde había unas escenas en unos naranjos y un personaje de una mujer fuerte a la que le llamamos La Inca.

Con ese proyecto no pasó nada y al poco tiempo volvimos a “Guanajay”, que iba a cerrar un ciclo con las últimas películas que había hecho de una manera más guerrillera.

Cruzaba los dedos, me imaginaba el casting, las ideas que el maestro tenía, estaba deseoso de ver mi historia en pantalla, dirigida por él.

En un encuentro con el ICAIC, Humberto se puso duro y dijo que empezaba a filmar con el apoyo de ellos o al pecho. No podía esperar más. Tenía que rodar ya.

En un montón de medios de cine salió la noticia: “Humberto Solás filmará ‘Guanajay’”. Yo todavía estaba muy verde y no entendía cómo funcionaba el destino, el karma, la vida; y enseguida pensé que ya. Humberto iba a hacer mi película. Ya era seguro.

Para el siguiente Festival de Cine Pobre de Gibara hubo un desencuentro familiar, y ya la energía entre el maestro y yo no era la misma. Me evitaba y ya no sentía que era el niño de sus ojos. Como el talentoso Mr. Ripley, lo veía rechazarme y perderse parque adentro rumbo al mar.

La gente, los amigos cercanos, se inventaron mil historias: vi a Humberto en tal calle, el maestro estaba debajo de una columna destruida, su auto pasó… tenía una manchita en la camisa…

Me imaginaba a ese hombre tan talentoso, solo, con tanto color blanco sobre él, deambulando de allá para acá, tratando de hacer, en un país que ya estaba muy sucio. Ese algodón flotando por las calles de La Habana, buscando… ¿qué?

Regresé a la ciudad con muy mal sabor de boca y volví a mis estudios cuando recibí un correo electrónico de él: ya no tenía vigencia mi historia. El país estaba cambiando y ahora venían cosas buenas. Diferentes. Ya era otra Cuba.

Caí en una tristeza tremenda y gané en humildad. Ahora me causa curiosidad porque en ese momento el maestro pensó que algo bueno vendría para el país. No sé qué señales vio que yo no pude ver.

A los pocos meses murió. Estaba trabajando en otra historia. Estaba apurado. No sé si sabía o no que le quedaba poco. Hacía un tiempo que no hablábamos. Recibí la noticia y sentí que me faltó un abrazo. Estar más cerca. Agarré el teléfono y llamé a su casa, sabiendo que él ya no estaba. ¿Qué esperaba? ¿Un milagro? ¿Hablar con algún familiar? 

El contestador saltó y yo no tuve un mensaje que dejar.

Carlos Lechuga (1983) Director de cine y escritor. Dirigió Vicenta B., Generación, Santa y Andrés y Melaza.Escribió En brazos de la mujer casada y Ballena Tropical, su primera novela que verá la luz este 2023.
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