“El caso Padilla”: retrato de una generación de víboras

Ilustración: Alen Lauzán

En algún momento del verano de 1971 mi padre apareció en la cocina de nuestra casa de Cumanayagua, donde me encontraba conversando con el dramaturgo José Oriol González. “Nos trajeron a un tipo de La Habana y a su mujer para buscarles casa”, nos interrumpió, al tiempo que se servía café y una línea de alcolite

El plural mayestático indicaba que cumplía órdenes del Partido, cuya sede estaba ubicada en la antigua residencia del millonario Fernando Gómez, a cuatro puertas de nuestra vivienda. Los hijos de Fernando habían sido mis compañeros de juegos. Ada, la hermana de mi madre, visitaba la finca de los Gómez en las afueras del pueblo, y a los niños nos encantaba ser recibidos allí por una bandada de pavos reales blancos. Hacía algún tiempo que los Gómez habían abandonado el país.

“Vienen castigados. Los ubiqué en la finca de Fernando”, explicó mi papá. “El hombre es poeta”. 

Aquella última declaración era reveladora: Cástor Díaz de Villegas, encargado de la Sección Cultural del Partido, era fanático de la poesía campesina y protector de juglares. Que el misterioso visitante fuera poeta nos hizo pensar que podría tratarse de alguien famoso. Le preguntamos cómo se llamaba. Papá respondió como si esperara de nosotros información adicional: “Un tal Padilla”.

Fuera del juego, el libro maldito de Heberto Padilla, nos había llegado por trasmano un año antes, cuando ya El justo tiempo humano era referente obligado de nuestra generación, iniciada en los misterios de la lírica padilleana por profesores liberales. Marisol Fernández Granados, maestra de Diseño en la Escuela Provincial de Arte de Las Villas, recitaba unos versos que aprendí de memoria:

Ayer mismo —separando los grumos de la tierra—

lo plantamos, amor,

(era el último surco)

y te volviste hacia mi cuerpo sudoroso

y murmuraste el nombre de este árbol

que hoy levanta 

su tamaño sonoro contra el viento.

Nunca conseguimos ver a Padilla en la finca de Gómez, solo alcanzamos a imaginarlo vagando por las fantasmales habitaciones de la hacienda confiscada. 

Por fin, el poeta y yo nos encontramos en 1984 en un condominio de Miami Beach donde iba a pasar las vacaciones de verano cuando aún era profesor en Princeton. 

Ese día le llevé una caja de Heineken y mi libro Vida Nueva, recién salido de una imprenta artesanal. En el momento más vulnerable de la borrachera, Padilla tomó mi librito y lo leyó en voz alta, de principio a fin. Al terminar, dijo “Es bueno”, y me acompañó a la puerta. Regresé cantando en mi Dodge Dart del 70 por la carretera de la bahía que habían inmortalizado Elvis y Don Johnson. A través del tiempo nos vimos con frecuencia y llegamos a ser amigos.

La película El caso Padilla, de Pavel Giroud, me ha devuelto la imagen del Heberto fantasmal que nunca alcancé a ver en los 70, el espectro que recorre la historia cubana de los últimos 50 años como un alma en pena. 

Por cierto, este no es un Padilla derrotado, sino triunfante. Vocifera, acusa, gesticula, suda, arrebata micrófonos, dobla a Fidel Castro y se transforma en ventrílocuo del Líder. En comparación, José Antonio Portuondo luce como un fantoche estirado y melindroso, la boquita bovina orlada con bigote de bodeguero. ¡Y pensar que ese notario sin cualidades haya tenido la última palabra en cuestiones de arte!

Padilla en la UNEAC pone al descubierto la doble cara de la cultura filistea que se enganchó al carro de la Revolución: por un lado, una juventud repatriada, estéril y peripatética, de vuelta de Nueva York, París y Buenos Aires; y del otro, el bonche universitario que impuso su norma reeducativa disfrazada de contracultura. 

¡Qué gran fresco de una generación de víboras nos regala la película de Giroud! Este es el momento en que la canalla libresca jura fidelidad a una causa perdida. ¡Y cuánta razón tenía Padilla! Estaba solo entre chacales: “Solo estoy, dueños son los fariseos. Vivir la vida no es cruzar un campo” fue el lema con que presentó a concurso su libro Fuera del juego, una estrofa arrancada al Hamlet de Pasternak. 

Lezama Lima figura aquí como el hipocritón hiperbólico que se niega a asomarse por aquellos lares. Tres gruesos tomos de ripios decimonónicos, una edición completa de poesía esotérica y un lugar exaltado entre los monstruos literarios de la ínsula, bastaron para que el Cristo origenista bailara como un oso. ¡Lezama Lima parado en dos patas delante del gallego de Láncara! Agazapado detrás de una columna, el dramaturgo que confesó su miedo en las reuniones de la Biblioteca Nacional se somete a otro ignominioso acto de repudio. El caso Padilla, de Pavel Giroud, destapa una colusión escamoteada por la prensa sectaria durante medio siglo. 

La película muestra lo que pudiera considerarse, alternativamente, “el caso Fidel”. El bardo de Birán queda plasmado en unos fragmentos de celuloide que habían permanecido ocultos en las catacumbas del ICAIC; y arriesgaría decir que Fidel, como “caso”, es aún más extraño y peor entendido que Padilla. He aquí a toda pantalla al gran embaucador, al actor consumado que parlotea en inglés ante un paisaje de palmas y cañas, ansioso por mostrar al mundo su propia visión del amanecer en el Trópico. 

La Sierra es su Broadway, y es obvio que los americanos han venido a ver a Robin Hood. Fidel es el Abominable Hombre de las Nieves que Fulgencio Batista había dado por muerto y cuyo paradero Herbert Matthews descubre y divulga a sus compañeros de gremio. ¡Ah, The New York Times, cuánto peor para nosotros que el Pravda! Los corresponsales yanquis vienen en masa a pedirle entrevistas, y Fidel responde con su vocecita impostada, metido en un traje de guerra que era, desde el asalto al Moncada, un disfraz de carnaval. 

Pero la verdadera batalla no había comenzado. Cuando los bandidos deserten de sus filas, cuando huyan a esas mismas montañas fotogénicas y comience la lucha contra la insurgencia, las cámaras de CBS no estarán allí para contarlo. El Fidel triunfante sabe asegurarse de que nadie lo vea, que no queden testigos de sus mentiras, que nada que le desfavorezca sea registrado para la posteridad. Para eso cuenta con el genio maligno de capa y espada que lo acompaña desde el Bogotazo: Alfredo Guevara, el ladrón de la Cinemateca. 

Ese Fidel trágico que la intelligentsia cubana aplaudió y glorificó en poemas bucólicos, el Mefisto al que los escritores entregaron el alma a cambio de una inmortalidad de pacotilla, signatarios de una confabulación palabreada en las bodegas de la Editora Nacional, tal vez sea un Mr. Arkadin, el protagonista omitido de la película de Giroud. 

Fidel es el héroe de una superproducción histórica secuestrada por Padilla; Fidel es el fantasma del Padre y Padilla es el Hamlet de Pasternak, un idiota que gesticula sobre las tablas y cuenta un cuento de terror, lleno de ruido y argucias. Padilla estropea, en tres horas de perorata, la obra de arte total fidelista, que debió durar un milenio ininterrumpido. Padilla crea un interludio en el que puede actuar, articular su torpe pantomima de juicio estalinista, acusar a toda Cuba y enviar una señal de humo al mundo exterior. 

El debate de si Padilla actuaba o no actuaba se extiende hasta nuestros días, y esa incertidumbre es uno de los más profundos misterios de la contrarrevolución cubana. Soy de los que piensa que Padilla actuó, que habría merecido un Goya, y que su gesto fue pura parapraxis, el definitivo acto fallido. Remitiéndome a su modo peculiar de burlarse del mundo, que tan bien conocimos quienes lo frecuentamos, estoy convencido de que disfrutó en grande su momento ante las candilejas. Pude apreciar un momento similar en la Universidad Internacional de la Florida: Padilla, borracho y depravadamente lúcido en conversación con Reinaldo Arenas, fue capaz de aterrorizar hasta a la mismísima Tétrica Mofeta.  

¿Y qué decir de la comparsa de escritores que completa el elenco del caso Padilla? ¿Qué pensar del Judas de pelo crespo y ojos claros que dobla la cerviz ante el Politburó, el que celebraría en su casa el cumpleaños del tirano 30 años más tarde, el verecundo Pablo Armando Fernández? Pues que, mientras lo observaba, experimenté vergüenza ajena, y me pasó por la mente la consigna de la Orden del Armiño: Malo mori quam foedari: “¡Primero muerto que sucio!”. 

Nunca había visto a César López, cuyos libros primero y segundo de la ciudad tanto me enseñaron en la adolescencia. Me admiró comprobar que alguien capaz de rebajarse tan completamente puede escribir poemas inolvidables, mientras que un versificador mediocre como Gastón Baquero nos da lecciones de virtud ciudadana. La película de Giroud confirma que también la poesía es una puta, y no solo la Historia, como creyó Padilla. 

Algo similar me sucedió con Norberto Fuentes, a quien considero el gran escritor de la era castrista. Leí Condenados de Condado en el Escambray siendo muy joven, y conste que había visto el cuerpo del “bandido” Rigoberto Tartabull transportado en helicóptero hasta un potrero de las afueras de Cumanayagua, una piltrafa enrollada en un trapo verdeolivo, en los momentos en que el neorealismo socialista de Norberto era más peligroso que el contorsionismo de Fuera del juego. Me encantó ver en la película su jeta sucia, sus patillas de chivato, la fisonomía clásica de esos tipejos a los que la Revolución hizo perder el rumbo para ir a reencontrarlo en la literatura. Peón inacabado, un cuadro del G2 en ciernes, antes de transformarse en el monstruo falocéntrico que acompañó al Líder en sus aventuras africanas, el que compartió el whisky de los juntacadáveres, el memorialista de revólver al cinto y Rolex en la muñeca. No niego haber disfrutado la escena en que el esbirro Armando Quesada lo humilla en nombre de Fidel y manda a parar el show de su retractación. Es maravilloso ver a Norberto contraído en su asiento, con el famoso rabo entre las patas. 

Al fondo de la estela mortuoria aparecen otros personajes principales: Santiago Álvarez, distinguido cinematógrafo y autor de los rollos perdidos, se autorretrata accidentalmente como el eterno lacayo; Raúl Martínez, Fernández Retamar, Belkis Cuza, Cintio Vitier y Reinaldo Arenas, acorralados en el rollo B de la censura, ya imposibles de borrar o sacar de contexto. 

Al referirse a “Guillermito”, Heberto Padilla se transforma en una suerte de Harold Lloyd, héroe de una versión cubana de Safety Last. Camina por la cuerda floja, salta a la cornisa: su comparecencia es puro slapstick. La manecilla del reloj de la que pende Padilla marca el tiempo gastado de la Revolución, pues ya para esa época la susodicha era una vieja dama indigna. 

Con cada frase, Heberto Padilla está a punto de delatarse, de estrellarse: ha llevado la farsa demasiado lejos. Al cabo de la primera hora, cualquiera —y sobre todo Fidel— se habría dado cuenta de que la confesión era una tomadura de pelo, una ópera bufa al estilo de Olep ed Arudamot de Aurelio de la Vega, o uno de esos discos que deben ser tocados al revés para escuchar un mensaje oculto. Afortunadamente, no existía aún la tecnología de circuito cerrado, de lo contrario el Comandante hubiera saltado del sillón para ir a estrangularlo personalmente: Padilla en la UNEAC fue el definitivo bustrófedon.

En esta obra de Pavel Giroud, en colaboración con el fantasma de Santiago Álvarez, Padilla emerge como uno de los genios cómicos de la historia del arte cinematográfico. Se trata de una comedia de enredos donde la apología es denuncia y la delación, exégesis. Aquel que haga desfilar sus delitos por delante de la policía y repita la lista de sus atrocidades por si quedara alguien que no se hubiera enterado, es como un Padre de la Iglesia que cita los escritos prohibidos de los herejes: Heberto Padilla nos legó un atisbo de su apostasía con la esperanza de que los rollos de ese Mar Muerto que ya se vislumbraba en 1971 vieran la luz algún día. 

Las opiniones expresadas en esta columna representan a su autor/a y no necesariamente a YucaByte.

Néstor Díaz de Villegas es un poeta y ensayista cubanoamericano. Ha colaborado con Letras Libres, El Nuevo Herald y The New York Times. Creador de Cubista Magazine y NDDV.blog. Reside en Los Ángeles.
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8 pensamientos en ““El caso Padilla”: retrato de una generación de víboras

  1. Siempre es un placer leer a Néstor. Creo, sin embargo, que aquí confunde a José Lezama Lima con Nicolás Guillén, que fue el hipócrita que se negó a presentarse allí. Lezama Lima no se negó a estar allí, ni bailó como un oso. Invito a Néstor (y a los lectores de este texto suyo) a leer el capítulo 16 de «La mala memoria», el libro de memorias de Heberto Padilla. En ese capítulo se leen las apreciaciones de la obra lezamiana por Padilla (próximas a las que escribe Néstor aquí) y cuenta cómo él, acompañado de un oficial de Seguridad del Estado, se presentaron en la mañana del día de la asamblea en la UNEAC en casa de Lezama Lima, a quien el oficial le ordenó que no asistiera a la reunión y lo enfrentó a la grabación de una conversación suya donde despotricaba de la revolución. Vale la pena leer el intercambio que tuvo entonces Lezama Lima con ese oficial, según cuenta Padilla. Y habría que recordar que, pese a las presiones recibidas, Lezama Lima no se echó atrás en su decisión de jurado que premiaba «Fuera del juego». Que escribiera textos que glorificaban esa revolución, es indudable, pero de que hiciera el baile del oso frente a las autoridades no existe testimonio ninguno. Saludos.

    1. Querido Ponte, gracias por tu comentario tan iluminador y por recomendar a tus seguidores un texto mío. Efectivamente, recuerdo esos datos. Quizás me propasé con Lezama. Ya algunas personas, poetas e intelectuales cuya opinión respeto, me han regañado por fresquearme con Gastón Baquero. Tuve que leer a Baquero de nuevo esta mañana, por si me había perdido algo. No varió mi opinión después de la lectura, Gastón Baquero sigue siendo un poeta bastante corriente. De Lezama Lima conozco todo lo que apuntas. Sin embargo, no es su ausencia de la UNEAC esa noche aciaga lo que le convierte en un oso de circo. No es eso lo que quise decir. La policía le había impedido ir, qué se la va a hacer. Bien por él, por obedecer a la policía después de haber desobedecido al rey dándole un premio al bufón. Es más bien su entusiasmada participación en las iniciativas editoriales que emanaban de la oficina de Edith García Buchaca, de Armando Hart, de Osmani Cienfuegos y, a fin de cuentas, de Fidel, Guevara y Yeyé. Sobre ese tribunal permanente se levantaba la Editora Nacional, un tribunal que ya había cortado cabezas y continuaba encarcelado, fusilando y enredado a conocidos de Lezama y Virgilio. Malo mori quam foedari: Lydia recogió sus cheles, abandonó la finca San José y vino a rentar en West Flagler. Cuando digo que la película es también «El caso Fidel», quiero decir que conocemos aún menos del demagogo, al menos nosotros, los que llegamos tarde. Tenemos que recoger los trozos de celuloide y empatar y zurcir, como ha hecho magistralmente Pavel Giroud. Pero Lezma había visto a Fidel close-up, existían apenas seis grados de separación entre ellos en esa aldea que es La Habana, Fidel era el saboteador del Bogotazo, el bandido de Cayo Confites, el carnicero del Moncada, el pistolero de la Universidad, había amigos y relaciones comunes, había anécdotas, realidades, había conocimiento directo del personaje, había una prensa reportándolo a diario. Basta verlo una sola vez en los noticieros de CBS para calcularlo, aún hoy, en la distancia de siete décadas. Nosotros no tuvimos ese lujo, Lezama y Virgilio sí. No eran jovenzuelos repatriados como Padilla, eran osos viejos. Cuando dices «Que escribiera textos que glorificaban esa revolución, es indudable», creo que incurres en el mismo slip of the tongue (otro tipo de lengua suelta) que aún nos impide hablar directamente, profundamente de este asunto. Lo único indudable es que escribieron textos que glorificaban a FIDEL, y que glorificaban al CHE. «Revolución» es el gran subterfugio, la sinécdoque universal. Si eso no es ser un oso de circo, entonces tendríamos que mover el dial para llegar a la fiesta de cumpleaños de Pablo Armando. Creo que en cualquier escala de valores bien temperada, Lezama Lima no cae demasiado lejos de Pablo Armando. Si acaso, estaría en la misma cuerda de Armando Roblán vestido de apache, pero eso tampoco lo salvaría del circo.

  2. Gracias, querido Néstor, por tus líneas. Como sabemos, abunda en la cultura cubana mucho blanqueador de sepulturas. Y Lezama Lima ha tenido muchos. Pero así se le hace flaco favor al propio Lezama Lima y a la cultura, y nunca me ha interesado andar por esos lares.
    En esto que discutimos yo hago distingos entre equivocarse y bailar como un oso. Ceo que incluso valdría hacer distingos entre ser cómplice y bailar como un oso, porque pueden existir complicidades sin servilismos.
    Lezama Lima, como Padilla, Piñera, Cabrera Infante y un largo etcétera se equivocaron con Fidel Castro y con su revolución. O debo decir, con la revolución, porque no fue un «slip of tongue» o resbalón cuando hablaba de revolución. (Aquí entraríamos en discusión larguísima acerca de si debe o no llamarse revolución eso de Fidel Castro, si debe guardarse mejor ocasión para utilizarla. Digamos, por economía, que Lezama glorifica la revolución que es glorificar a Castro y Guevara, y a este último le dedico loa específica en su muerte.)
    Se equivocó Lezama Lima, sirvió como recuerdas a un sistema editorial constituido por la censura (hay una carta suya a su hermana Eloísa donde hace la alabanza de cuanto se estaba editando en La Habana y habla de «erudición revolucionaria»), pero eso no lo convierte en servil.
    No en el Caso Padilla. Tampoco, por cierto, en torno al Caso PM, diez años antes, cuando quisieron echarlo a pelear contra los de «Lunes de Revolución» y él no sirvió a las autoridades y apoyó a los entonces vapuleados de «Lunes…».
    Van saludos.

  3. Me encantaría leer La mala memoria, la buscaré en Thriftbooks… El fragmento para ilustrar esa presencia ausente invocada por el propio Padilla en Massolit, en un momento que interpreto como puro homenaje y absoluto respeto, es cuando se refiere al maestro: «Por ejemplo, no sé si está aquí, pero me atrevo aquí a mencionar su nombre, con todo el respeto que merece su obra, con todo el respeto que merece su conducta en tantos planos, con todo el respeto que me merece mi persona, yo sé que puedo mencionar a José Lezama Lima». Hay un corte, silencio y una foto fija del poeta en el Prado: «Cuando fui detenido le dijeron a Lezama que no se trataba de una política general, sino exclusivamente del caso Padilla… Pero él movió la cabeza y afirmó: -No, eso va contra todos nosotros.» (Heberto Padilla, La mala memoria). Yo no sé si agradecer el nuevo PM que quiere fabricarse el gran cineasta de las alfombras rojas y festivales «nunca antes visitados», pero el documental puede sobrecoger a 2 o 4 confundidos todavía. Yo me suscribo esas líneas de NDDV: «Por cierto, este no es un Padilla derrotado, sino triunfante. Vocifera, acusa, gesticula, suda, arrebata micrófonos, dobla a Fidel Castro y se transforma en ventrílocuo del Líder. » y me llevo al Piñera recogido en el piso de la sala de Massolit, sin aplaudir en el momento que la masa crítica aplaude al militar eufórico que apabulla al chivatón de Fuentes. También me llevo la escena de Reinaldo Arenas empujando la columnita estrecha como una torre mínima detrás de la cual puede agarrarse y esconderse a la vez.

  4. Malo, malo, muy malo tu… Lo que sea que es esto.

    Despotricar sin argumentos es el nuevo mal de la pseudo intelectualidad cubana, tu «articulo» es enredado, carece de continuidad, no fluye, aburre.

    Parte bien, casi promete. Pero se desvanece en un hablar sin sentido, en un continuo hablar sin sentido.

    Si vas a hacer algo así, mejor calla, hace falta pluma y escuela para hablar de Lezama, Martínez, Retamar, Vitier o Arenas (con S final, por cierto) y careces de ella. Hablar de cultura cubana es un desafío mayor.

    Pero sí haces derroche de tu “conocimiento” citando momentos, autores y hasta poniéndote filosofo al peo, no para sustentar lo que escribes, no, lo haces con el único fin de vanagloriarte de tu intelecto, y esto hace más patético el intento. Hasta Latín e Inglés como guirnaldas, apretaste!

    Ni cómo candela, ni soy amante de las víboras, todo lo contrario, lo digo para evitar confusiones a priori. Solo me revienta las bolas que se alimente el alma desesperada de los cubanos con meta trancas como esta.

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