Uber eats novata driver: recoger, entregar y partir

Ilustración: Carmen Barruecos.

A mitad de julio de 2023 perdí la que fue, por dos años, mi mayor y más estable fuente de ingresos. De repente, se acabaron los fondos para pagarme y, aterrada ante la incertidumbre de qué sería de mí en lo adelante, sopesé la opción de abandonar por completo el periodismo e irme a Sedano’s o Publix, a Sally’s o Ulta Beauty, a McDonalds o Pollo Tropical, al Hialeah Park Casino o a los Miccosukees. Estaba dispuesta a lo que nunca había hecho en Miami, “ensuciarme” las manos. Incluso pensé irme por un tiempo de la “ciudad del sol”, a un pueblo más al norte, donde hubiera más trabajo y fuera más barato el alquiler. O a otro país donde pudiera vivir barato.

Empecé una búsqueda incesante pero bastante infructuosa, vía Indeed, Craigslist, a pie, online y hasta en los clasificados de Diario Las Américas. Indagué en mi círculo cercano de amigos y colegas. Incluso llegué a mudarme del efficiency que rentaba por 1.200 dólares en un barrio fancy de Miami, Coral Gables, previendo que en un par de meses se consumieran mis ahorros y me viera en enredos para pagar, entre otros bills acumulados, el techo ajeno que me daba cobijo. 

Emprendí entre julio y septiembre tres mudanzas, de Coral Gables a Westchester, de Westchester a La Pequeña Habana y de ahí a West Miami. Pasé una noche en un cuarto limpio, pero sin internet ni cocina y con un fluctuante olor a flores muertas: estaba en la casa de Estela, una centroamericana octogenaria que padecía de múltiples enfermedades y que en la medianoche tocó a mi puerta para que moviera el carro de sitio porque, dijo, a cualquier hora la podían llevar al hospital y con mi carro “en medio” no podía salir. Supe enseguida que ese no era mi lugar, espiritualmente hablando; dejé la amistad intacta, 150 dólares de reparación por la mudanza que no fue y me marché de vuelta a Coral Gables, pero ya Ricardo había rentado a alguien por más dinero, 1.400, así que continué buscando renta y trabajo a partes iguales, porque tratando de solucionar un problema, quedé atrapada en otro. 

Fui a ver un segundo efficiency; en realidad era un apartamento, también en Westchester, que por 1.100 incluía hasta sala, patio y cocina espaciosa; pero el inquilino aún tardaría unos días en mudarse y Mirta, la dueña, estaba valorando opciones. 

Si esta va a ser tu felicidad y la mía, se va a dar, me dijo, pero luego empezó a hacer preguntas sobre si yo consumía mucha electricidad e internet porque soy periodista y, a pesar de que dije que solía sentarme a trabajar en Starbucks, nunca más me llamó ni contestó. Debe estar todavía su nombre, junto al mío, sobre un papel cartucho, nadando en miel en el altar de mi madre preocupada por su única hija, a 90 millas. 

Por tanto, seguí buscando y en 48 horas di con otra renta del mismo precio que la de Estela (1.000 dólares). Era una casita minúscula en el patio de la casa principal, con aire independiente y más espacio que cualquier otro efficiency, pero el baño llevaba siglos sin ser limpiado, una puerta estaba cundida de termitas (comején de toda la vida) y había un poco de humedad en los rodapiés. Con desesperación, mudé todo de una vez y el día 8 de agosto empecé a dormir allí. Me despertó luego Esther para preguntarme si tenía el aire puesto, un sábado a las 11:00 a.m. Le dije que sí, que era día de descanso. Ella juraba que era viernes. Total, que apagué el aire y me pasé el día sudando, en pleno agosto. 

Había pactado con Esther, bajo palabra, un pago de solo 500 porque el mes estaba empezado, tampoco me pidió depósito y, el 1 de septiembre, iniciarían los pagos mensuales de 1.000 dólares, pero a los tres días de la mudanza, ella, que era absolutamente amable y en la misma proporción pendenciera, me dijo que, según su hija, no podría rentarme porque yo, para su concepto, “no trabajaba”, esto es, no tenía que ir a una oficina o una factoría, y eso no le convenía. Sus presiones me llevaron a trabajar, días enteros, en un Starbucks como oficina. 

Porque resulta que ante la alta demanda de alquileres en Miami, los dueños pueden darse el lujo de escoger a sus inquilinos a conveniencia y, en cuanto se le da la patada a uno, entra por la puerta el siguiente; ponen sus condiciones cuando ni siquiera ofrecen, en muchos casos, lugares aptos para la vida digna. 

Se han visto horrores. 

El día antes de mudarme a lo de Esther, que muy bueno no estaba, tuve la experiencia más chocante de mis más de tres años en Miami. Quedé con Robert a las 6:00 de la tarde en los límites de West Miami y Westchester. Él tardó en llegar más que yo. Mientras lo esperaba, por una ventana vi a unos hombres trabajando en lo que suponía iba a ser mi espacio a rentar. Estaban colocando un televisor y Robert me había dicho que su efficiency estaba completamente amueblado. Mientras esperaba, también tuve chance de ver un grillo gigante, amarillo y verde, posado en unas plantas de jardín. Poco a poco empecé a ver otro, y otro más, hasta que me encandilaron unos siete. Ricardo apareció sin camisa, agitado, disculpándose por llegar tarde y dispuesto a darme un tour por su efficiency amueblado. 

Entramos por donde supuse que sería el cuarto y, con la misma, seguimos de largo por un descampado, rumbo a un pasillo que al final, sin puerta, llevaba directo al infierno. Acá puedes poner una cortina, dijo Robert, mientras señalaba a los palos y muros desnudos que daban al interior, donde un bagazo, pegado a la pared, fue anunciado como mesa. Giramos a la izquierda y había una “cocina” desbordada de churre, oscura, y llegué a pensar que ese era todo el espacio, hasta que Robert me dijo, mira, y acá está el cuarto. 

Abrió la puerta de un dormitorio agujero indigno hasta para un perro y lo que vi me dejó helada. Un colchón asqueroso, con pedazos de guata saliéndose y marcas de fluidos, un lavamanos enclavado sobre una taza, las paredes forradas de un papel marrón y amarillo, con arabescos desteñidos y un olor insoportable. 

No podía mirar a los ojos de aquel hombre que con total tranquilidad me dijo que rentaba aquello por 1.200 y que el lugar tenía reglas, que habitaban más personas allí porque tenía seis efficiencies en total. Y que allí no había falta de respeto ni problemas de marido. Y que el pago era en cash, y que no importaba si no tenía papeles. Que cuánto tiempo llevaba yo aquí, que si estaba acabada de llegar, curioseó Robert, listo para que yo dijera sí a todo y me instalara en aquel tugurio. 

Salí de allí asqueada, con ganas de tomarme un trago fuerte y más convencida que nunca de que el periodismo se hace en la calle. Paradójicamente, tuve que salir de la prensa para aterrizar en el Miami underground que desconocía, donde algunos viven de cheque a cheque, con cero salidas porque dólar que sea gastado en pequeños gustos, es dólar que se descompleta de un bill, esas facturas que son como vacunas obligatorias cada mes. 

¿Cómo es que alguien renta seis efficiencies, en pésimas condiciones, en una casa que aparenta ser, desde la fachada, un hogar de familia? ¿Cómo es que anuncia sus rentas en clasificados de larga data y acumulado prestigio en la comunidad? ¿Lo saben las autoridades? ¿Hacen la vista gorda? Los efficiencies son una necesidad para muchos, está claro que resuelven un problema ante los bajos ingresos, sobre todo de los últimos que llegan. Ni siquiera se requiere contrato. Pero una cosa es rentar un efficiency para pagar el mortgage o generar ingresos extra, y otra es armar una cuartería al estilo de Centro Habana en pleno Miami, violando toda norma legal de vivienda. 

La propiedad y la iniciativa privada son inherentes al sistema estadounidense, ¿pero acaso nadie fiscaliza? ¿Quién vela por la higiene, por la salud, por la dignidad de quienes caen en la trampa de una renta así? Preguntas que no he podido responder y que todavía, a veces, no me dejan dormir, a pesar de que corrí con suerte después de una concienzuda búsqueda que me llevó a donde Marta, hija de cubanos que llegaron aquí hace 60 años a domesticar el pantano, y lo consiguieron. Cubanos honestos que construyeron un efficiency decente en lo que fue el cuarto de su hija y ahora lo rentan en 1.100 dólares, con electricidad, internet, cocina y parqueo incluidos, sin el “cederismo” destacado de Esther en su actividad de vigilancia, los involuntarios exabruptos espirituales de Estela, la inseguridad suspicaz de Mirta o el ventajismo de Ricardo al subir cada vez más el precio. Y sobre todo, sin los grillos gigantes ni el agujero infernal del que presume Robert.

Ya con el nuevo techo sobre la cabeza ―la oscilación entre tranquilidad y preocupación por sustentarme y ayudar desde mi exilio a quienes dejé en Cuba―, y los malabares de múltiples trabajos en el freelanceo periodístico, pero sin la certeza de que fuera a recuperar mis ingresos regulares, decidí emprender otra aventura. Cansada de buscar trabajo fijo aquí y allá, a punto de aceptar un part time en un Advanced Auto Parts a solo 12 dólares la hora, me atreví a dar un giro. En agosto se suponía que terminara de pagar mi carro, un Nissan Sentra 2017 azul, adquirido, chocado, reconstruido. 

Casi 10.000 dólares después, transcurrido un año desde la fecha en que lo saqué con un dealer privado, finalizaban mis cuotas. Tenía mis documentos en regla, más de un año y medio con la licencia activa y poco más de un semestre pagando el seguro. 

Fue así que todos los caminos me llevaron a Uber. 

Leí que podía ganar hasta 20 dólares la hora y a pesar de que no me considero aún una conductora sagaz, quise darme una oportunidad en el timón. Todo apuntaba en mi cabeza a hacer viajes y mucho money, pero el tipo de carro condicionó que me aprobaran, por el momento, solo las entregas de comida. 

Cuando las comprobaciones de la compañía estuvieron hechas, debuté como Uber Eats driver, sin saber en qué me estaba metiendo, pero dispuesta a hacer bien el trabajo, a conocer personas y a entender mejor el entramado urbano de esta ciudad, sus calles y vías rápidas, sus barrios y restaurantes, sus múltiples culturas. Lo que no preví fue contar sus historias, que, por supuesto, se han vuelto también las mías. Esa es la razón de esta columna, una serie de relatos autorreferenciales cuyo personaje principal pudiera ser la conductora, pero también el Nissan Sentra que ella maneja, pero también la ciudad por la que se desplaza y vive. 

Uber Eats 

Fui de noche a Liberty City, “el barrio más peligroso de Miami” y me recibieron con las puertas abiertas

Fui de noche a Liberty City, “el barrio más peligroso de Miami” y me recibieron con las puertas abiertas. Desde luego, les llevaba comida, un pedido de Famous Dave, restaurante que se especializa en BBQ y existe como franquicia desde 1994, un año después de que yo naciera. El miedo lo llevaba hasta los huesos cuando, sin percatarme bien, llegué al barrio al que todo el mundo te aconseja no ir. Pero para una conductora de Uber Eats novata, los límites entre territorios pueden difuminarse. 

¿Dónde termina Doral y empieza Liberty City? ¿Dónde termina Hialeah y empieza Brownsville? ¿Cómo es que se atraviesa el Palmetto Highway rumbo al Este y se cae, pongamos, en la calle diecipico y la avenida 62, o algo así, rodeada de afroamericanos que cruzan los semáforos en patinetas, escuchan rap estridente y apilan sus automóviles en callejones estrechos no muy bien pavimentados, un trasfondo de grafitis y carteles coloridos con frases inspiradoras de Martin Luther King? 

Pues para la aplicación de Uber es extremadamente sencillo, al parecer, ya que el algoritmo interpreta que si haces un viaje a continuación de otro, podrías querer pasar algunas horas realizando el servicio y, poco a poco, te va alejando del área que tenías prevista. De modo que si llevas una orden de comida desde Mi Pana Burger en West Miami hasta Doral, atravesando 7,8 millas en 33 minutos, Uber te propone que recojas algo más en Doral para que lo lleves a cualquier otro sitio, Dios sabrá adónde. 

Y es así como terminas aceptando un pedido de solo siete dólares que incluye un par de paradas, primero en Famous Dave y luego en Cold Stone (un puesto de helado), que deberás entregar, crees tú, un poquito más al Norte (en el mismo Doral, tal vez) pero no demasiado y, sin embargo, te enrumbas al noreste, a 60 millas por hora, exponiéndote a tolls y accidentes, con poca batería y, para cuando bajas de la autopista, y estás a un minuto de tu destino, tu teléfono muere en combate y debes dirigirte a la gasolinera más cercana para darle respiración boca a boca y resucitarlo, al menos hasta el 2% de carga, para explicarle a Shakyra o cualquiera sea su nombre, que tuviste un percance pero que enseguida le llevas sus helados y dulces. 

Entras, casi en pánico, a la gasolinera, ves que el cajero es un latino y te entra cierta confianza, le pides por favor que te ponga a cargar el teléfono unos minutos y, para que no se repita el fiasco, decides comprar un cargador para tenerlo en el carro y avanzar. Así resuelves la primera parte del problema involuntario en el que te has metido por “cabezona”. 

A todo timón llegas a la dirección en un minuto, por suerte en el sector las casas son de una sola planta y, con solo bajar la ventanilla, le entregas a la muchacha su pedido. Suerte que sea una muchacha, piensas; suerte que no te vayan a asaltar, suerte que no te ubican como blanco quienes pasan por esa calle mientras se aproxima la medianoche y tienes que seguir, con 1% de batería y guiada por un GPS en español de Castilla poco funcional, hacia el otro punto de entrega, a un par de millas de distancia, adentrándote profundamente en Liberty City. 

Encontrar la casa de Cynthia no debería ser muy complicado, piensas, aunque los callejones sean estrechos y al final te encandile la luz larga de otro automóvil y notes que te pasaste algunas casas. 

Das marcha atrás cuidando de no pegarte demasiado a la cerca ajena porque esto es EE.UU. y aquí la propiedad privada es sagrada, como las armas son legales, y haces tus tres puntos como si hubieras pasado tus 29 años haciéndolos y no como si lo hubieras aprendido apenas año y medio atrás gracias a una profe cubana que te tuvo paciencia. 

Te parqueas más adelante y llamas a Cynthia, preferirías hacer la entrega desde el carro, jamás bajarte en la oscuridad de Liberty City, pero finalmente no solo Cynthia, también su pareja, te animan a bajarte, pues por qué te parqueaste tan adelante, “everything is fine, you can come closer” y decides bajar y entregar la comida, abundante comida de Famous Dave, aunque el miedo se te sale por los ojos, les sonríes como pececito asustado, “enjoy it”, dices, pides el código pin de la entrega, por empatía te lo dicen en inglés y también en español, pero tu teléfono vuelve a caer en combate en ese instante y memorizas el código, como un mantra lo repites por las cuadras que siguen, los dígitos y la frase “todo va a estar bien”, en una sola oración, y continúas manejando, buscando una salida de Liberty City. 

Llegas a una esquina y sin GPS te preguntas, ¿a la izquierda o a la derecha? A la izquierda, desolación, a la derecha, también, salvo una iglesia con un cartel en el que se lee “Cristo te ama” y decides ir por ahí, por si las moscas, por si el amor. Adelantas unas cuadras pero notas que las calles van en aumento así que decides dar la vuelta y avanzar en sentido contrario, por lógica, porque si las calles disminuyen, te debes ir acercando al punto cero, esto es, a Flagler, el epicentro, el punto neurálgico de Miami. 

Flagler, la salvación 

Flagler Street, una carretera principal este-oeste de 12,4 millas, a la que se le reconoce como la línea de base latitudinal que divide todas las calles en el plan de cuadrícula del condado de Miami-Dade (no hablamos simplemente de la ciudad de Miami sino de todo el condado). 

Flagler Street lleva su nombre en homenaje a Henry Flagler, una figura clave en el desarrollo de la costa atlántica de Florida, así como fundador de Standard Oil, del Ferrocarril de la Costa Este de Florida y, especialmente, de las ciudades de Miami y Palm Beach. 

Flagler, entonces, sirve como una importante carretera comercial este-oeste a través del centro del condado, con una mezcla de vecindarios residenciales (con complejos de apartamentos) y centros comerciales. 

Pero no será tan rápido hallar Flagler, tendrás que atravesar toda la avenida 42 o Le Jeune Road, con señalizaciones que te asustan por momentos porque sigues sin saber si vas en la dirección correcta cuando lees Okeechobee y Downtown Miami, hasta que el milagro se hace y sí, ibas por el lugar correcto y sales a Flagler. Para ese momento ya es medianoche; por el camino encuentras todo tipo de cosas, hasta un buen ser caminando solo por el lateral de la carretera, alguien poco cuerdo en bicicleta cerca de la SR 968 y salidas de la autopista. 

Afortunadamente, todo sale bien en esta noche de un lunes de Labor Day, un día previsto para el descanso de la explotación laboral, pero una food driver novata no debe desperdiciar los chances aunque, cuando se meta en esto, no tenga idea del trabajo que se pasa para hacer una entrega ni, mucho menos, de la poca recompensa que se obtiene vía Uber Eats. 

Secuela: Consejos de un driver veterano*
  1. Cargador (rápido) en el carro siempre.
  2. Aparatico (magnético) de agarrar el teléfono que sea cómodo para ver el GPS.
  3. GPS en un dibujo 3D mental de la ciudad: Flagler es el 0 entre Norte y Sur. Miami Ave es el 0 entre East y West pero Okeechobee atraviesa sin piedad y Hialeah es otro planeta.
  4. Linterna potente para ver las direcciones juguetonas que se esconden pero también para paralizar de un flashazo a un atacante potencial.
  5. Spray pimienta siempre a mano para la misma persona y para lugares peligrosos (el instinto sabe cuáles).
  6. Ningún barrio es completamente malo y los pobres dan más propinas que quienes viven en mansiones.
  7. RECHAZAR CUALQUIER DELIVERY DONDE SE SIENTA EL PELIGRO Y NO ENTRAR NUNCA A NINGUNA CASA.
  8. Y, por último, na’ que ver con driving pero reconocer el aporte de Julia Tuttle que fue quien convenció a Flagler enviándole una cesta de naranjas no congeladas.

*Entre las reacciones y comentarios más destacados de esta historia publicada en Facebook, estuvo este “manual” compartido por el usuario Adrián Monzón.

Palma Soriano, Cuba (1993). Periodista por cuenta propia con fugas frecuentes hacia la poesía. Autora de los libros Eduardo Heras: los pasos, el fuego, la vida (Letras Cubanas, 2018) y Mestiza (CAAW, Estados Unidos). Egresada de la Universidad de La Habana e integrante de la Red Latam de Jóvenes Periodistas. Ha publicado en Distintas Latitudes, HuffPost, Clarín, El Estornudo, Hypermedia Magazine, pero la mayoría de sus textos están en Eltoque y Tremenda Nota. Escribe, luego existe. --
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4 pensamientos en “Uber eats novata driver: recoger, entregar y partir

  1. Espectacular… por momentos pensé que estaba leyendo una novela, lo cual, Darcy, con tu poder de narrativa me hace creer que estoy viendo en primera persona todo lo que narras. Es una triste historia lo que se vive en Miami y otras zonas del país en dónde los dólares no crecen en los árboles.
    La cruda realidad del emigrante… Gracias por contarnos y enseñarnos una realidad que muchos, o por ignorancia o conveniencia prefieren ignorar.

  2. Tremenda historia!! Suspenso y aventuras de la vida real!! Serás una gran periodista en esta tierra, pues coraje de sobra tienes. Éxitos

  3. Genial. Si de consuelo te sirve, puedo dar fe de haber vivido experiencia similar, es por eso que tu pluma afilada pone voz a mi historia también.

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