Los dioses aún no han podido viajar

Ilustración: Alejandro Cañer

La selva del Darién. La “ruta de la muerte”. Más de 248.000 migrantes han cruzado la selva en lo que va de año con la esperanza de llegar a Estados Unidos. Esta cifra comprende también el montón de cubanos que ha arriesgado su vida con la fe puesta en lograr una mejor vida. 

Una muchacha de 25 años, cubana, está en el trayecto con sus botas de agua, su pantalón de tela oscura, un pulóver y una camisa de mangas largas por encima. Un bidón de agua y dos mochilas. En una mochila lo necesario para llegar a salvo. En la otra, los santos de su hermana. 

El elegguá, los guerreros, van bien envueltos y hacen el viaje también. Rumbo a la frontera. Rumbo a quien los recibió, su dueña. 

Los santos haciendo ese recorrido me parece una cosa de película. Me recuerda toda la trayectoria que hizo el piano en el filme de Jane Campion. Solo que esto no es una película, es la realidad. 

Es domingo en Madrid, llueve y la tarde está para acurrucarse con alguien bajo un edredón y ver una peliculita. Donde estoy ahora mismo no hay televisor ni persona para hacer una cucharita. El aburrimiento es letal. 

De repente me escribe una vieja amiga, de la que no tenía noticias hace tiempo, y me dice que está en Miami. Que tenía tremendas ganas de hablar conmigo, ponerme al día, pero imagínate, la vida y el ajetreo no dan tiempo a nada.

Esta mujer estudió Historia en la Universidad de La Habana y es de las personas que más ama lo cubano. Está feliz de ser cubana, de hablar de la Isla de antes, de su cultura y sus tradiciones. Melómana, martiana, comilona… en fin, ella resume “lo cubano”. Es la cubana total. 

Me cuenta que ha pedido asilo político y que está a la espera de los papeles, que se demoran. 

No tiene pareja. En donde está no hay muchos amigos. No sabe manejar y el inglés lo tiene bastante malo. 

Una ex de su padre es la que la está ayudando. La mujer viajó a Cuba para vender todas las cosas de mi amiga, que ahora está echando para adelante con ese dinerito. Pero el dinerito se acaba cuando se gasta y se gasta y nada entra, me dice.

Le pregunto por sus santos, porque ella tenía su altar que era una belleza. “Las piedras aún no han podido viajar”, me responde. La frase me eriza el cuerpo, no solo por lo que significa, también por la manera en que me lo dijo: “Las piedras aún no han podido viajar”.

Mi amiga me manda una foto de un altar pequeño, que se ha inventado para ir tirando, para no sentirse sola, desprotegida. Para no sentir que los dioses la han abandonado. El altarcito improvisado se ve débil.

En un momento tan jodido como este que está viviendo, ella necesita saber que está respaldada por todo lo que hay en el mundo, por todos los misterios. 

Me pongo a pensar en mis cosas. Yo tampoco viajé con mucho. Mi elegguá está en casa de mi madre; yo desde acá le pido que le ponga sus cosas y que le eche humo.

A veces voy caminando por la calle y me encuentro un palo con forma de garabato y lo agarro y lo pongo detrás de una puerta pensando en mi piedra. Otras veces agarro unas flores silvestres y se la pongo a algún muerto. Una vela, una copa de agua… Pero los entes fuertes-fuertes los dejé atrás. 

Quizá si tuviera a mis santos aquí ya hubiera levantado cabeza. Quién sabe. 

La relación de muchos cubanos con sus espíritus y sus santos se ha digitalizado mucho. Con mar o tierra por medio, a veces la única solución es mandarle un mensaje de WhatsApp al padrino o pedirle un favor de lejos a una madrina. La carga energética no es la misma, pero es lo que hay. 

Esta situación de estar lejos de los muertos y los dioses de uno me hace pensar en aquellos primeros esclavos que fueron llevados de África a la Isla. En cómo, con elementos de esa nueva naturaleza, que no eran iguales a los de su tierra, tuvieron que reinventarse sus altares y sus preparados. 

Entonces, mi amiga me saca de mis pensamientos y comete la imprudencia de videollamarme con video. Yo no le cojo la llamada, le invento un cuento:, “Hay gente acá”, le digo. Pero es mentira, estoy solo, la gente con la quecon que comparto piso está en la calle, fiesteando, bebiendo, gastando. Yo no puedo gastar.   

No le cojo la llamada porque me rompería en llanto. 

Mi amiga es la persona que menos se quería ir de Cuba, y así y todo tuvo que ir echando.  

Sus piedras, sus santos, están en un rincón esperando por ella. A 90 millas y algo más. 

La lluvia arrecia y yo estaba para todo menos para este encuentro emocional.  Empiezo a pensar en mil cosas y mis hombros se engarrotan. 

Una vez, cuando era joven, en la Isla, un vecino entró a mi casa y me robó una computadora. Después que lo cogieron, porque sabíamos que era él, no pudimos dar con el ordenador. No apareció. La sensación de pérdida, sumado a la frustración y la impotencia, me dejó sin dormir varios días.

En la computadora había un montón de trabajos, proyectos, fotos, recuerdos, que como la nada desaparecieron. 

Toda una vida. Todo un diario. Robado y esfumado. 

Le recuerdo a mi amiga una foto que nos hicimos juntos en Guanabo. Esa foto se perdió también.  

“¿En qué momento nos robaron el país?”, le pregunto. 

Mi amiga me dice: “Tú y yo no nos merecemos esto”. Y yo le digo: “Hay un montón de gente que no se merece esto”. 

Mi amiga me escribe: “Lllevo dos días sin llorar y me siento rara”. (Se ríe). 

Hoy es martes y la lluvia ha parado. Mi amiga de Miami me vuelve a escribir y me dice que sus santos ya están camino a sus brazos. Me cuenta que la hermana está cruzando. Pienso en la selva, el fango, la lluvia, los santos, los muertos. 

La felicito, pero así, sin ganas. No sé qué decirle.  Recuerdo a esos constructores que rompieron el elegguáa gigante que estaba en el fondo del Mercado de Cuatro Caminos. Pienso en la leyenda urbana esa de que Gerardo Machado le echó a la Isla un daño. Una brujería que está enterrada desde 1928 bajo la ceiba del Parque de La Fraternidad. 

Dicen que desde ese entonces no hay quien le saque la maldición a la Isla. 

Cada día me levanto conversador con mis muertos, con mis santos… pero mientras va avanzando la mañana voy perdiendo la fe. Es como si mi voz no les llegara. Como si hablara en otro idioma. 

A veces me pongo bravo con ellos porque no me acaban de abrir los caminos, y no compro vela, ni les hablo… pero luego se me pasa. 

Total, si son la única compañía. 

No hay más nada. 

No hay. 

Carlos Lechuga (1983) Director de cine y escritor. Dirigió Vicenta B., Generación, Santa y Andrés y Melaza.Escribió En brazos de la mujer casada y Ballena Tropical, su primera novela que verá la luz este 2023.
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