Magnolia y Barnet: el terrorismo como cuestión doméstica

Ilustración: Alen Lauzán

Su nombre era Iván Villanueva, el hijo de Mongo el barbero. Vivía al cruzar el Prado, frente a nuestra casa de la calle Real. Nunca permitió que nadie lo llamara Iván. Su verdadero nombre fue, y será siempre, Magnolia.

Magnolia era un tipo flaco y velludo, con calvicie incipiente, que se afeitaba los brazos y el pecho, se depilaba la barba negra, se empolvaba la garganta y los pómulos, se sacaba las cejas hasta dejarse dos líneas curvas que recalcaba con lápiz. Chapas de colorete y emplastes azules en los párpados. Un toque de creyón de labios, y Maybelline en las esmirriadas pestañas. 

Sacaba un sillón de mimbre al portal de la casa de sus padres, de cara al concurrido Prado de Cumanayagua, con camisa blanca y ancha, de mangas cortas, pantalones de gabardina subidos hasta el pecho y trincados con un cinturón, mocasines lustrosos y mediecitas Once Once. Se daba sillón y doblaba Cleopatra, de Rosita Fornés, con el tocadiscos a todo volumen.

Corría 1965, el mal llamado “Año de la Agricultura”, el del establecimiento de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, las UMAP, y es necesario recordar que, cuando la policía de la moralidad castrista vino a llevarse a Magnolia para internarla en un campo de trabajo forzado en la lejana provincia de Camagüey junto a otros miles de seres extravagantes, faltaban cuatro años para que sucedieran los motines de Stonewall en el Greenwich Village de Nueva York. 

Pasados quince meses, Magnolia regresó de la UMAP, algunos decían que trastornada. Mis padres sospechaban que ahora el pobre Iván Villanueva se atiborraba de pastillas. ¿No podía verse desde el Prado la espuma en la comisura de sus labios? Probablemente era el meprobamato.

Con los ojos en blanco y la boca pastosa, Magnolia regresó a balancearse en el portal y doblar Cleopatra. Cuando los muchachos del pueblo empezaron a burlarse de ella, mi padre me informó que Magnolia era prima mía, que su madre era una Díaz de Villegas. Mongo e Hilda habían sufrido lo indecible mientras Iván estuvo preso en la granja. Aun después de castigo tan cruel, no había policía de moralidad capaz de obligarla a recogerse y cantar sus malditos boleros de puertas para adentro. 

La acusaron de exhibicionista, y en 1968 le echaron otros tres años en el campo de concentración de Manacas. Cuando llegué a la cárcel de Ariza, en los setenta, y dije que era de Cumanayagua, los presos viejos me preguntaron si conocía a una tal Magnolia. En Manacas, Iván había criado fama de duro, uno de los tipos más guapos que había pasado por la prisión. Era una rareza, un híbrido, una leyenda urbana. 

En 1980, Magnolia partió del puerto del Mariel en uno de tantos camaroneros. En Miami se empató con un bruto de la Pequeña Habana que la maltrataba. Estuvo con él hasta que, a mediados de los 2000, el tipo murió de un infarto. Entonces, vieja y sola, se colgó con una soga del techo del cuarto del Plan Ocho. Así terminó la tragedia cubana de Magnolia. 

El loro multicolor del llamado movimiento gay cubano, que mimetiza las nomenclaturas y repite las consignas de las luchas civiles yanquis, ha olvidado que existió un transformista y fundador llamado Magnolia. ¿Por qué en vez de la enseña del arcoíris, nuestros entendidos no enarbolan, digamos, una bandera negra con una magnolia blanca en el centro, en memoria del terror infligido a esos precursores que algunos osan rebajar, con sumisión neocolonial y falta total de imaginación lingüística, a la categoría de “gais”?  

***

El homosexual que el castrismo postuló para después poder perseguirlo, el “mariconzón” (Fidel dixit) capaz de los actos más viles, ese arquetipo de perversión que requería disciplina, castigo y vigilancia, nunca existió. La Revolución lo soñó. 

La alimaña que fue a dar con sus huesos a las barracas de Camagüey era un invento de las mentes podridas que ocupaban las más altas esferas del poder. Era una proyección, aunque no por ello hay que creer que se trató de una construcción exclusivamente machista. Ahí estaban Alfredo Guevara y Miguel Barnet, por solo citar a la típica parejita de ideólogos represores capaces de inventar al gay reeducable, reconvertible y reusable que la Revolución necesitaba.  

Si perseguir a un enemigo ideológico o genérico dentro de Cuba, acorralarlo y forzarlo a la cárcel, la granja y el exilio no es terrorismo, entonces, ¿qué demonios lo es? Si obligar a un casero a negarle alquiler y refugio a una estudiante, hasta empujarla al destierro tampoco es terrorismo doméstico, entonces el castrismo debe ser realmente disculpable, como ha insinuado Miguel Barnet, haciéndose eco de los “castristas críticos”. 

La verdad es que Cuba fue y sigue siendo un país patrocinador del terrorismo, del tipo de terror volcado hacia adentro, hacia los hogares cubanos, cuya praxis consiste en la hambruna, el atraso y la demagogia. El castrismo necesita de una bien aceitada represión interna antes de salir al mundo como política externa. 

El problema del intervencionismo cubano a escala global requiere capítulo aparte, pero será siempre un error de perspectiva sugerir que ese fundamento terrorista es un asunto que puede negociarse en foros regionales o ser rescindido filantrópicamente por los yanquis. Ni Gustavo Petro ni Antony Blinken son los más indicados para definir los límites operacionales del terrorismo cubano: los únicos autorizados para hacerlo son Saily de Amarillo, Sirley Ávila León, Karla Pérez, Hamlet Lavastida, Ariel Ruíz Urquiola, Berta Soler, Maykel Osorbo, Katherine Bisquet. 

Tampoco es Miguel Barnet quien puede exonerar a Fidel de responsabilidad por la creación de las UMAP. En la historia cubana de las luchas por la liberación sexual, Barnet viene a ser la anti-Magnolia, el “mariconzón” prefigurado por la política al que la voluntad penitenciaria se encargó de materializar. Ecce homo: el “gay” cosechado artificialmente, a la manera en que se cebaban terneros e inseminaban vacas F1 por la misma época, o el cimarrón domesticado, incapaz de contradecir al poder, ya venga este del Comité Central o de Stonewall vía Cenesex.  

Ese marica no será liberado por la acción afocante o el escándalo público, sino que aceptará el “miedo” de Virgilio Piñera como disciplina y creencia. Ni siquiera llegará a ser el esclavo de la práctica sadomaso, amarrado a la pata de la litera, sino una variante de aquella Rosa la Genuflexa a la que su hombre “hizo caminar como perra, maullar como gata, llorar como niña y cantar como anciana” y que aun después de ser abusada lo perdona:

«Quiero dedicar estas palabras a la honestidad y la valentía de nuestro comandante en jefe que no sé por qué razón, tiene que haber sido por una profunda razón política, se responsabilizó con la UMAP y con el tema de la discriminación sexual, cuando él no tenía esa responsabilidad, pero lo asumió con valentía y entereza».

Pues si esas palabras no bastaran para dejar al descubierto el alma del cobarde bajo el castrismo, la Revolución habría logrado, finalmente, imponer el nombre del Terror donde siempre debió estar el de la Bayamesa.

 

Las opiniones expresadas en esta columna representan a su autor/a y no necesariamente a YucaByte.

Néstor Díaz de Villegas es un poeta y ensayista cubanoamericano. Ha colaborado con Letras Libres, El Nuevo Herald y The New York Times. Creador de Cubista Magazine y NDDV.blog. Reside en Los Ángeles.
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